Buscar este blog

viernes, 27 de junio de 2014

¿POR QUÉ DECIDO COMPRAR UN LIBRO?


Cuando alguien llega a mi casa por primera vez, sobre todo si no es muy aficionado a la lectura, casi nunca falla, suele decir algo así como “¡Madre mía, cuántos libros!” para rematar con “¿Te los has leído todos?”. Después, según el tipo de invitado y sus neurosis particulares, vienen las variantes “No sé cómo tienes tiempo”, “¡Qué acumulación de polvo!”, “¿Soportará el peso la casa?”, “¡Menudo dineral habrás gastado!” o “el papel es muy inflamable, ya puedes tener cuidado”.
Generalmente me río y trato de no contestar a esa pregunta, sobre todo para no decepcionar, porque es evidente que a pesar de leer mucho ni he podido leer todos los libros que tengo ni podré hacerlo (sumando los que todavía no he comprado) aunque llegara a vivir 150 años con una insólita lucidez de mente y una carencia de presbicia que desconcierten a la medicina del momento. El problema (o la cuestión más bien porque como todos los adictos no reconozco que tengo un problema) es que a mí no sólo me gusta leer, también me gusta comprar libros, y para mí son dos aficiones compatibles, pero bien distintas.

Y entonces vuelvo al título de esta entrada, ¿Por qué decido comprar un libro? Está claro que porque creo que me va a gustar, pero ¿Qué es lo que hace que llegue a valorarlo, que lo tenga en mis manos mientras pienso si lo debo dejar donde estaba o si lo llevo a la caja de la librería (o al carrito on line)? Hay varios caminos aunque he estado repasando los últimos libros que he comprado y me he quedado sorprendido al ver la enorme influencia del periódico en mi decisión de compra. Es mucho mayor de lo que creía. Así, por ejemplo, compré “Encuentros heroicos: seis escenas griegas” de Carlos García Gual porque Rosa Montero le dedicaba un artículo lleno de alabanzas; “El legado de Homero” de Alberto Manguel porque leí una buena crítica (aparte de que me gusta mucho el autor); “El edificio Yacobián” de Alaa Al Aswany porque leí una entrevista al autor; “Jane y Prudence” de Barbara Pym por otra crítica; “Contra el viento del norte” de Daniel Glattauer por una publicidad en la contraportada del suplemento de libros… Y así podría seguir eternamente.





También tengo otras fuentes, pero por lo que veo no son tan importantes. Están las recomendaciones de los amigos, por ellas compré por ejemplo “El asombroso viaje de Pomponio Flato” de Eduardo Mendoza o las novelas de Trevanian o las de E. L. Doctorow.



Los amigos virtuales (Facebook, blofs, etc,...): por ellos compré, por ejemplo, “Excéntricos ingleses” de Edith Sitwell, “Confabulario” de Juan José Arreola y “Palabras y sangre” de Giovanni Papini; “Winesburg, Ohio” de Sherwood Anderson,...




Y después vienen los programas de libros de la televisión o mis paseos por las mesas de novedades de las librerías donde se exponen esas portadas tan bonitas de las editoriales españolas. No sabemos la suerte que tenemos con el cuidado de las ediciones españolas. Las portadas francesas son tremendamente sosas y aburridas, las inglesas aunque algo mejores, se quedan todavía muy lejos de las preciosas portadas de los libros españoles. Así que también he comprado libros como cuando era pequeño, por la portada y por el argumento (y por el fajín de papel lleno de críticas positivas), aunque en este caso el nivel de desacierto suele ser bastante mayor. El último ejemplo fue “El verano mágico en Cape Cod” de Richard Russo, después de leer las tres primeras páginas me espantó el estilo y lo dejé inmediatamente. Y el penúltimo “Amor en Venecia, muerte en Benarés” de Geoff Dyer.


Bueno, pues ya sabéis por qué decido comprar un libro. Próximamente os contaré por qué decido empezar y acabar de leer un libro, y también por qué decido guardarlo. No sé si esto le interesa a alguien, pero al menos a mí me ayuda a ordenar mis ideas y también a entender por qué hago a veces cosas tan tontas.

lunes, 23 de junio de 2014

ACABO DE LEER... "QUÉDATE CON NOSOTROS, SEÑOR, PORQUE ATARDECE" DE ÁLVARO POMBO (DESTINO)



Cuando lees la contraportada de esta novela (cosa que debería estar prohibida para los buenos lectores) parece que te vas a encontrar con una versión siglo XXI de “El nombre de la rosa”: un monasterio en el sur de Granada, cuatro monjes intelectuales, dos normales, un suicidio del monje aparentemente más perfecto, un periodista escéptico, un prior que oculta información y sobre todo la ocurrente frase del departamento de marketing de la editorial: “una intensa novela en que la indagación espiritual y filosófica se entrelaza con una insospechada trama criminal”. Bueno pues ya os adelanto que no hay trama criminal que valga y sí mucha “indagación espiritual y filosófica” porque ésta es una de esas novelas que se suelen llamar de tesis en la que el autor toma el nombre de la novela en vano y se aprovecha de sus personajes para hacerlos hablar por boca de ganso y obligarles a recitar como autómatas sus propias ideas. Todos los personajes están ahí puestos para servir a su amo y por eso sus diálogos resultan envarados y muy artificiales. El único personaje que vive por sí mismo, quizás el más libre, es el de Margareta, una anciana que, sabiéndose cercana a la muerte, reflexiona (una vez más) sobre el final de su existencia. Todos los demás sólo son altavoces de lo que Álvaro Pombo quiere que digan.

Y poco más, varias vueltas en torno a la decisión de alejarse del mundanal ruido, acerca de la mejor manera de comunicarse con Dios y en definitiva una oportunidad perdida para haber construido una novela mejor. Es la primera que leía de Álvaro Pombo y me queda claro que no he escogido la mejor. Seguiremos probando.

lunes, 16 de junio de 2014

PEQUEÑO CATÁLOGO DE OBJETOS INÚTILES (V).- EL CALEIDOSCOPIO


Yo mismo empiezo a darme cuenta de que ya me estoy poniendo un poco pesado con los objetos inútiles, pero no puedo evitarlo, escribo sobre uno y me sale otro detrás, como si fueran cerezas. Lo que sí he comprendido a lo largo de estas cinco entradas es que a mí no me gustan los objetos inútiles sin más. Me gustan los objetos inútiles y bonitos o también los objetos inútiles e interesantes. El caleidoscopio forma parte sin duda del primer grupo, y además es un objeto inútil casi en estado puro porque, siendo considerado habitualmente como un juguete, ni siquiera sirve para jugar. Sólo sirve para mirar a través de él (o dentro de él más bien) y contemplar imágenes y colores armoniosos. De ahí su nombre, formado por las palabras griegas  “kalos”, “eidos” y “scopio”, es decir “bello”, “imagen” y “observar”.


Tengo que reconocer que no sabía casi nada de la historia del caleidoscopio, así que me ha sorprendido bastante leer en la Wikipedia que es un invento muy reciente, de 1816, y que la persona que lo patentó, un tal Brewster, ganó muy poco dinero con su invento a pesar del éxito inmediato porque, debido a la facilidad de su fabricación, enseguida fue copiado por infinidad de empresas. En realidad sólo se necesita un cilindro, unas láminas metálicas con efecto espejo y unas cuentas de colores. También en Internet se pueden encontrar sin problema las instrucciones para hacer caleidoscopios. El caso es que el pobre Brewster no se hizo ni rico ni famoso. Si por lo menos hubiera llamado a su invento “brewsterscopio”…




Otra cosa que también me ha llamado la atención es la distinción entre el caleidoscopio y el teleidoscopio, en el que las imágenes que se configuran a través de los espejos son reales, las que tiene delante el que mira. Se captan a través de una gruesa lente que se coloca al final del cilindro. En el nombre se sustituye “kalos” por “tele”, ya sabéis, “lejos”.


Por supuesto, también tengo varios caleidoscopios rondando por casa aunque no puedo olvidar el primero de todos, ya desaparecido. Lo encontré un día, cuando era muy pequeño (o quizás sólo bastante pequeño), en casa de mi abuela. Era un objeto feo, de plástico algo sucio que debía de haber pertenecido a algún niño que quizás ya entonces había dejado de serlo. No era, como veis, un objeto atractivo para alguien muy (o bastante) pequeño como yo. Sin embargo, por su forma de telescopio o porque los niños suelen tener la manía de intentar mirar a través de cualquier objeto cilíndrico que cae en sus manos, me lo llevé al ojo (al derecho probablemente) y entonces contemplé asombrado las maravillosas formas y colores que guardaba dentro aquel humilde cilindro de plástico. Y contemplé también cómo iban variando a medida que lo giraba en mis manos. La experiencia y el paso de los años tienen cosas muy buenas, pero no sé si llegan a compensar la maravilla de los descubrimientos del principio, cuando todo es nuevo o sucede por primera vez.


miércoles, 11 de junio de 2014

ACABO DE LEER... "EL PIBE QUE ARRUINABA LAS FOTOS" DE HERNÁN CASCIARI (PLAZA & JANÉS)


Hacía tiempo que tenía ganas de leer este libro, me hacía gracia el título y también la foto de la portada, y al final lo he conseguido en un ejemplar de la biblioteca porque, como pasa con casi todo lo que se publica últimamente, está ya descatalogado.

Las expectativas eran grandes y quizá por eso me ha defraudado bastante. En la portada se indica que se trata de una novela, pero casi siempre tuve la sensación de leer un libro de recuerdos de la infancia, adolescencia y primera juventud del propio Hernán Casciari. Que el protagonista se llame Harnán Casciari, sus padres como sus padres, su mejor amigo como su mejor amigo y su mujer como su mujer supongo que no ayuda demasiado a hacerse a la idea de que lo que se está leyendo es ficción. Es verdad que hay algunos episodios bastante inverosímiles salpicados aquí y allá que, si no son ficción, sí que parecen al menos lo que el propio autor llama con gracia “anécdotas mejoradas”.


Si finalmente decidimos aceptar que lo que estamos leyendo es una novela, no me parece entonces que su estructura sea equilibrada ni su trama ordenada o, por lo menos, desordenada con un criterio literario. Si, por el contrario, optamos por el libro de recuerdos, creo que este género aguantaría mejor los desequilibrios del relato. Aunque tanto en un caso como en otro no se nos cuenta nada demasiado extraordinario. Hay golpes graciosos de vez en cuando, algunos párrafos afortunados, y eso siempre es de agradecer, pero poco más, la verdad. Y lo siento porque realmente esperaba algo mejor.

sábado, 7 de junio de 2014

ACABO DE LEER... "LOS SIETE AÑOS DE ABUNDANCIA" DE ETGAR KERET (SIRUELA)


Me pasa algo curioso con Etgar Keret (Israel, 1967), cuando pienso en él mi cerebro lo asocia automáticamente con Neil Gaiman (Inglaterra, 1960), y al mismo tiempo cuando pienso en Neil Gaiman siempre se me aparece Etgar Keret. Al principio creí que era una asociación extraña y sin mucho sentido, pero poco a poco me he dado cuenta de que hay bastantes aspectos que los unen, aunque ni siquiera estoy seguro de que se conozcan entre sí o de que se hayan leído el uno al otro. Para empezar, comparten generación, ambos han nacido en la década de los sesenta del pasado siglo y, aunque uno, Gaiman, es más novelista y el otro más cuentista, los dos han escrito guiones para cómics (es verdad que con mucha más repercusión en el caso de Gaiman) y también comparten una inclinación clara por la fantasía (en Gaiman más espectacular y en Keret más discreta) siempre entremezclada con la vida cotidiana. Pero lo que creo que los une de verdad es que los dos cuentan con un universo propio único e irrepetible que hace de sus obras piezas singulares, diferentes a cualquier otra cosa que podamos leer, ajenas a corrientes o movimientos literarios. Son dos bichos raros del mundo de la literatura o, dicho de otra forma, dos genios.

Hay un párrafo en “Los siete años de abundancia” que resume a la perfección la literatura de Etgar Keret. Es el siguiente:

“Cuando intento reconstruir esos cuentos que mi padre me contó para dormirme hace años me doy cuenta de que, más allá de sus tramas fascinantes, tenían el objetivo de enseñarme algo. Algo sobre la casi desesperada necesidad humana de encontrar lo bueno en los lugares menos esperados. Algo sobre el deseo no de embellecer la realidad, sino de insistir en buscar un ángulo donde colocar la fealdad bajo una mejor luz, y crear afecto y empatía para cada verruga y arruga de su cara marcada de cicatrices.”

Éste era el objetivo de su padre cuando le contaba cuentos de pequeño y ésta parece ser también su meta cuando escribe relatos de ficción o, como en este caso, de carácter autobiográfico.

En los siete años de abundancia” Etgar Keret nos habla de sus padres, supervivientes del holocausto en Polonia, de la propia Polonia como hogar primero de su familia, de su hermana ultraortodoxa, de su hermano pacifista, de su mujer, la directora de cine Shira Geffen, de su hijo Lev… Nos describe un Israel del día a día que no es el que vemos en los telediarios, pero en el que de vez en cuando suena la sirena que anuncia la llegada de misiles y hay que esconderse en refugios o parar el coche para tumbarse en el arcén en familia. Y todo esto nos lo cuenta sin cargar nunca las tintas, con la misma naturalidad con la que se describe un paseo por el campo o una visita a un centro comercial. Y lo hace además con las enormes dosis de humor y escepticismo que deben de ser necesarias para que un escritor no religioso como él mantenga la cordura en uno de los países más religiosos del mundo que además está situado en una de sus áreas más conflictivas.

Si nunca habéis leído a Keret, es hora de que empecéis, bien por este libro de relatos autobiográficos o por cualquiera de sus otros libros de relatos. Si profundizáis en su obra ya os daréis cuenta de que ficción y realidad van de la mano en todo lo que escribe Etgar Keret.

jueves, 5 de junio de 2014

PEQUEÑO CATÁLOGO DE OBJETOS INÚTILES (IV).- EL RELOJ DE ARENA


Estamos hechos de tiempo. El tiempo es tan importante para nosotros que ni siquiera alcanzamos a darnos cuenta de que realmente lo es. Nacemos, vivimos y morimos dentro de esa cuarta dimensión que rige toda la existencia de acuerdo con unas leyes de las que apenas sabemos nada. Para medirlo hemos creado muchos ingenios, o al menos para intentar medir lo que creemos que es. Nos sentimos muy orgullosos de la precisión de los últimos relojes atómicos con una desviación de un segundo en 30.000 años, pero una desviación respecto a qué. Todas nuestras modernas máquinas de medición no sirven más que para tratar de organizar la comunidad de seres humanos del planeta Tierra, para ponernos de acuerdo acerca de cuándo tenemos que empezar y acabar nuestras actividades o cuándo podemos coincidir en el mismo espacio con otra persona. De ahí a que controlemos de verdad el tiempo hay un gran trecho, un espacio infinito quizás.
Resulta gracioso pensar que el concepto africano del tiempo, considerado como primitivo por los miembros de las sociedades más avanzadas, pueda estar más cerca de la realidad del tiempo que el nuestro. Ya sabéis que en África el tiempo de cada uno es propio, no compartido con los demás, y además se asocia a los acontecimientos, de manera que si no ocurre nada, tampoco hay tiempo. Por eso no se desesperan como nosotros cuando esperan y por eso también en algunos aeropuertos se anuncian los vuelos diciendo que el avión “X” con destino a la ciudad “Y” saldrá “en cualquier momento a partir de ahora”. Si no lo habéis hecho ya, os recomiendo la lectura de “Ebano” de Ryszard Kapuscinski. Habla sobre esto y muchas otras cosas relacionadas con África.

Y así llegamos al reloj de arena, ese instrumento de medición tan primitivo, pero a lo mejor tan cercano a la esencia del tiempo porque se trata también de un medidor subjetivo, en la línea del concepto africano. Sólo mide el tiempo que pasa desde que lo giramos hasta que la arena de la ampolla superior cae a la inferior. Nada más y nada menos. En eso tiene mucho en común con la clepsidra (reloj de agua). Los dos miden un tiempo establecido de antemano y los dos funcionan por la fuerza de la gravedad. El reloj de sol también usa una fuerza natural, el movimiento de rotación de la tierra, pero a diferencia de los otros, mide un tiempo objetivo y común a todos, el que transcurre desde que sale el sol hasta que se pone. Los relojes de manecillas y los digitales son herederos directos del reloj de sol porque usan el mismo criterio, la rotación de la tierra, para sus mediciones.

Pero es que el reloj de arena, además de medir el tiempo de manera más esencial que el resto de los artilugios creados para ello, es el que mejor representa el paso del tiempo por nuestras vidas. La ampolla superior llena de arena representa el nacimiento y, claro, cuando el último grano ha caído y se ha quedado vacía, qué otra cosa puede significar sino la muerte. Representa la fugacidad de la vida, el tiempo que se nos escapa entre los dedos como la arena que pretendemos mantener en el puño cerrado. Con ese mismo significado iconográfico aparece en muchas obras de arte en Occidente, como el tiempo que se nos escapa o la muerte que llega, que viene a ser lo mismo. Al parecer la primera representación gráfica del reloj de arena aparece en 1328, en un cuadro de Ambrogio Lorenzetti titulado “El buen gobierno”. Lo sostiene en sus manos una mujer que representa la temperancia.


También aparece en “El caballero, la muerte y el demonio” y en “La melancolía” de Durero.



En “Las edades de la vida” (en el Museo del Prado) y “La joven y la muerte” de Baldung.



En “Vanitas” de Philippe de Champaigne, pintado en 1671, tres años antes de morir.


Y en algunas banderas piratas (no presagiando nada bueno para la tripulación que lo avistara desde cualquier otro barco).


En la antigüedad los relojes de arena jugaban en ocasiones papeles muy serios. Por ejemplo, dentro de los barcos servían para contar el tiempo de las guardias y por lo tanto el tiempo de descanso. Cualquiera que le diera la vuelta antes de tiempo o intentara manipularlo de alguna manera era castigado con gran severidad.


Hoy en día, como no existe la muerte y el paso del tiempo se esconde debajo del consumo desmedido y las luces de colores, el reloj de arena ha quedado bastante relegado, a veces desempeñando papeles algo ridículos para el que ha sido el gran símbolo de la fugacidad de la vida. Lo encontramos en los cuartos de baño de los niños para controlar el lavado de dientes, en la cocina para saber cuándo está duro el huevo que hemos puesto a hervir, en los juegos de mesa o, antes de que aparecieran los móviles, al lado del teléfono de casa para que los miembros de la familia (sobre todo los adolescentes) tuvieran en cuenta, más que de la fugacidad de la vida, el importe de la factura del teléfono. Ese fue el primer reloj de arena que vi en mi vida, al lado del teléfono de mis abuelos.



Hace poco Intermon Oxfam lanzó una campaña para que fuéramos conscientes de la necesidad de ahorrar agua, Sacaron a la venta un reloj de arena que medía cuatro minutos, que es al parecer el tiempo suficiente para ducharse sin derrochar agua (yo lo he probado y en mi opinión es un poco escaso si también te lavas la cabeza).


Por cierto, casi me olvido del relojito que aparece en la pantalla del ordenador para desesperación del usuario, aunque últimamente creo que lo han cambiado por otros dibujos. Existe también por ahí una cosa muy tonta, el reloj de arena digital.


En casa tengo varios relojes de arena, pero los que más me gustan son el que visteis en la entrada anterior, que mide una hora y está hecho con piezas recicladas, y estos dos, el primero mide media hora y el otro, una. Este último lo compré en una tienda alucinante de relojes de arena que hay en el Trastevere de Roma.



Si os interesan los relojes de arena, el mejor libro que conozco es “El libro del reloj de arena” de Ernst Junger.


miércoles, 4 de junio de 2014

ACABO DE LEER... "MEMENTO MORI" DE MURIEL SPARK (LA BESTIA EQUILÁTERA)


No sé si es ésta la mejor novela para empezar a leer a Muriel Spark. En cualquier caso, es la que ha caído en mis manos y reconozco que la he disfrutado de verdad, aunque todavía me cuesta saber bien por qué. Me queda claro que “Memento mori” es diferente, no es una novela al uso, aunque no hay nada en ella, al menos desde el punto de vista formal, que me permita sostener esta afirmación. Tampoco me parece que sean el argumento o la trama los que la hacen especial. Deben de ser los personajes, sí, los personajes, pero no por ser quienes son ni por ser como son, ni por hacer lo que hacen, sino por la perspectiva que adopta Muriel Spark para observarlos y luego contarnos. Ésta es una novela coral, y sus múltiples protagonistas no son jóvenes, ni siquiera maduros, han pasado todos de los setenta, muchos de los ochenta, alguno de los noventa y una de los cien. Pero la habilidad de Muriel Spark, lo que finalmente creo que hace que “Memento mori” sea una novela diferente, es que, sin obviar las trabas físicas o psíquicas con las que en mayor o menor medida todos tienen que cargar, consigue contarnos a través de ellos que, con el paso de los años, envejece nuestro cuerpo y a veces también nuestras capacidades intelectuales, pero lo que permanece casi inalterable desde que dejamos atrás la infancia hasta que nos morimos son los sentimientos, los buenos y los malos, y también las pasiones, las altas y las bajas, y ese no se qué interior que nos hace igual de humanos a los veinte, a los cuarenta y a los ochenta. Quizás se trate de esa pequeña alma, blanda y errante a la que se refiere Adriano en el poema que compuso en su lecho de muerte, cuando se pregunta dónde morará, incapaz de jugar como antes, cuando su cuerpo haya muerto.

Animula, vagula, blandula
Hospes comesque corporis
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut soles, dabis iocos...

Pequeña alma, blanda, errante
Huésped y amiga del cuerpo
¿Dónde morarás ahora
Pálida, rígida, desnuda
Incapaz de jugar como antes...?

(Traducción de Wikipedia)