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viernes, 25 de abril de 2014

FETICHISMO LITERARIO (2). EL FIN DE LOS MANUSCRITOS


En la entrada anterior decía que no hay ningún objeto, mueble o inmueble, más próximo a un escritor que la casa donde vivió. Enseguida me di cuenta de que me había equivocado, había olvidado el más importante de todos, uno más íntimo que su propia casa, más propio que su ropa, más valioso que la más cara de sus pertenecías, el soporte de su obra, su lugar de placer y sufrimiento, de satisfacción y frustraciones: el manuscrito.

Por todo lo anterior, el manuscrito es también un objeto de deseo para los fetichistas literarios. Y no sólo para ellos, hay muchos otros interesados. Por ejemplo, los estudiosos de la obra de un escritor. A través del manuscrito se pueden analizar su técnica de trabajo o su carácter porque hay tantos manuscritos como escritores. Unos aprovechan papeles reciclados, otros necesitan hojas especiales de un determinado gramaje o color, los hay impecables, desordenados, llenos de tachaduras, escritos a máquina con correcciones a bolígrafo, escritos sólo a mano… En fin, mil variedades que ayudan a reconstruir el carácter del escritor.

También pueden sacar buen partido de un manuscrito los escritores noveles. Para ellos puede convertirse en la rana diseccionada del biólogo o en el reloj destripado del aprendiz de relojero. Los añadidos, las palabras o párrafos descartados, enseñan la forma de escribir de cada escritor. Debemos recordar que la escritura con pretensiones artísticas es un oficio y, como tal, la mejor manera de aprenderlo es destripando las obras de los maestros y estudiando sus engranajes hasta conseguir desentrañar sus secretos. Para eso los manuscritos, por encima de los libros impresos, son ideales.

Pero es que además de sus aspectos prácticos para estudiosos y escritores en ciernes, el manuscrito es bonito en sí mismo. Por eso es también objeto de coleccionismo y veneración. Por eso, por su carácter único (salvo que existan varios borradores, lo normal es que el manuscrito sea una pieza única) y porque se están extinguiendo sin remedio. Nos asustamos, en mi opinión sin motivo, por la posible desaparición del libro en papel frente al avance del libro electrónico y, sin embargo, no parece que nos demos cuenta del drama que supone la desaparición casi definitiva de los manuscritos. La mayor parte de los escritores escriben actualmente en un ordenador por lo que ya no dejan trazas de su proceso creativo. Ya no veremos nunca más su letra, sus borrones, sus correcciones, sus adjetivos sustituidos por otros ni sus frases tachadas y resumidas en una sola palabra. Nada, ya no podremos ver nada. Es el fin. Apenas quedan ya escritores que puedan generar manuscritos interesantes. José Luis Sampedro, recientemente desaparecido, escribiendo a mano sobre una tabla de madera, fue uno de los últimos, o Javier Marías, que escribe a máquina (supongo que hasta que se le acaben las cintas de tinta). Habrá otros, pero una minoría cada vez más marginal.
Por si os sirve de ayuda para superar la nostalgia por la pérdida de los manuscritos, os recomiendo dos libros: “Les plus beaux manuscrits de la littérature française”, donde se recogen ejemplares de escritores franceses desde la Edad Media hasta casi nuestros días (están todos los que os podéis imaginar, Proust, Stendhal, Balzac, Victor Hugo, Duras, Sartre, Yourcenar, etc); y la edición del manuscrito de “El Camino” de Delibes que publicó la editorial Destino para celebrar los cincuenta años de la primera edición. Una auténtica joya con la reproducción de las holandesas manuscritas en las páginas de la derecha y su transcripción en las de la izquierda.
Los manuscritos que he incluido a lo largo de esta entrada pertenecen a Miguel Delibes, Charles Dickens, Ernest Hemigway, Javier Marías, Marcel Proust y Julio Verne.


viernes, 11 de abril de 2014

FETICHISMO LITERARIO (UNA ENFERMEDAD INCURABLE)


Dentro del mundo de los libros y la literatura, no todos los aficionados son iguales. Existe un buen número de variantes que, por lo general, son muy poco compatibles entre sí. Tenemos en un extremo del arco a los apasionados de la literatura que desprecian el objeto que la recoge o el entorno que rodea a las obras y sus creadores. Sólo les interesa lo que se cuenta y cómo se cuenta. El quién, el dónde y el cuándo les importa un comino. Son buenos lectores, pero capaces de retorcer la portada hacia atrás para leer más cómodamente, o de doblar una esquina para marcar la página por la que van leyendo. No les importa que el lomo se agriete ni que las páginas se manchen de café o de mantequilla. Para ellos el libro es un mero instrumento de lectura sin ningún valor en sí mismo. Algunos de ellos ni siquiera leen entrevistas de escritores ni tienen la menor curiosidad por saber dónde viven ni qué opinan de las cosas.



Justo enfrente, en el otro extremo, nos encontramos con auténticos bibliófilos, expertos en el objeto libro, pero con poco o ningún interés en el contenido. Hay libreros, por ejemplo, muy buenos que, sin embargo, no tienen una afición especial por la lectura. Ahora bien, su conocimiento exhaustivo tanto de las distintas colecciones como de los fondos de la librería en la que trabajan, hacen que los busquemos con desesperación cuando tratamos de encontrar un libro determinado porque son catálogos andantes.



Y luego están aquellos que en un principio pueden ser considerados como el equilibrado fiel de la balanza, los amantes de la literatura que en mayor o menor medida también respetan y aprecian los elementos externos que la rodean y, por supuesto, el libro. Pero cuidado, no hay que confiarse con el templado término medio porque, cuando algunos de los componentes de este tranquilo grupo se radicalizan, cuando llevan al extremo su amor por los libros y por la literatura, abandonan la comodidad de la moderación para convertirse en el tercer extremo, en la tercera dimensión, que es el caldo de cultivo de los peores radicales de todos: los fetichistas literarios.



Los fetichistas literarios son siempre coleccionistas porque disfrutan no sólo con los libros sino con cualquier objeto que pueda haber tenido algún tipo de relación con un autor o su obra hasta el punto de sufrir la necesidad imperiosa de hacerse con él. Y aquí entra en escena la cuestión monetaria. Los fetichistas muy ricos pueden llegar hasta a comprar la casa donde ha vivido algún escritor. ¿Qué objeto material hay más cercano a alguien que su propia casa? Otros, también adinerados aunque no millonarios, participan en subastas, muy frecuentemente en el Reino Unido, intentando pujar sobre cosas como la pluma estilográfica de Thomas Mann, el cuadro del estudio de Virginia Woolf, la máquina de escribir de Hemingway, la máscara mortuoria de Conan Doyle o la figurilla que decoraba la mesa de Stevenson. El escritor español Javier Marías, por ejemplo, es bastante aficionado a estas adquisiciones.



En la escala económica inferior se encuentran los coleccionistas de libros firmados por el autor. A estos también les gustaría adquirir objetos más personales de los escritores, pero no tienen suficiente dinero así que disfrutan al menos sabiendo que ese libro que hoy está en sus manos, hace tiempo estuvo por unos instantes en las del autor, los que tardó en estampar su firma en una de las primeras páginas. Que esté dedicado a un perfecto desconocido o que el escritor en cuestión no empleara ni una milésima parte de su cerebro en la firma más bien automática del libro es lo de menos. No es algo que importe demasiado al coleccionista.



A este último grupo pertenezco yo, por supuesto en la parte más modesta, coleccionando libros firmados por autores ni demasiado antiguos ni demasiado clásicos porque en estos casos, como es lógico, el paso del tiempo y la consagración encarecen el asunto. Una de los rasgos que se suele encontrar en todo coleccionista es la necesidad de enseñar a los demás sus adquisiciones. Por eso he ido incluyendo a lo largo de esta entrada una selección pequeña de las mías. El sentimiento que mueve a ello no es ni mucho menos la generosidad, seamos sinceros, es el maldito orgullo, el mismo con el que el cazador enseña las cabezas de leones en su salón. En fin, pura frivolidad, pura superficialidad y bastante tontería. Seguramente reconoceréis a Lawrence Durrell, Ray Bradbury, Gerald Durrell, Sue Townsend (El diario de Adrian Mole), Michael Bond (el oso Paddington), Quenting Blake (el ilustrador de Roald Dahl), Ian McEwan, Roald Dahl y Enid Blyton.









viernes, 4 de abril de 2014

NO LLORES, ATONTADO, RIE Y SIGUE (LITERATURA Y HUMOR)


Al parecer resulta mucho más fácil hacer llorar que reír. Ese es el tópico que suelen repetir hasta la saciedad los actores cuando se les hace la pregunta eterna. Como todos los tópicos debe de ser verdad. Además parece lógico. Nuestra vida, compuesta de alegrías y penas en diferentes proporciones, siempre acaba con un balance negativo porque al final, con todo el empeño que hemos puesto, resulta que nos morimos (así al menos ha ocurrido hasta ahora). Con esta dimensión trágica de nuestra existencia no es extraño que las lágrimas sean más frecuentes que las risas.
En literatura, si consideramos la escasez de novelas graciosas, parece que ocurre lo mismo. A la dificultad se le une además ese desprestigio de lo gracioso (al menos en España) frente a la solemnidad del drama. Hay pocas novelas, pocos ensayos y pocos escritores dedicados a hacernos reír. Con la falta que nos hace, sobre todo en estos tiempos oscuros. Porque la crisis no es otra cosa que una depresión colectiva formada por el conjunto de nuestros pequeños o grandes desánimos. Su origen puede ser económico, pero el efecto perverso en forma de espiral descendente procede sin lugar a dudas de la depresión colectiva.

Uno de los escritores que más me ha hecho reír no es novelista. Se trata de Gerald Durrell, el zoólogo inglés que nos contó a lo largo de tres libros cómo vivía una familia inglesa, la suya, en una isla griega como Corfú. El retrato cómico de su hermano Larry (el escritor Lawrence Durrell) es impagable. No creo que el pobre hombre pudiera hacer nada para quitarse de encima el estigma de jovenzuelo pedante y chinchoso con el que su hermano pequeño consiguió cargarle para la posteridad. También son muy graciosas las crónicas de los safaris que organizó por medio mundo capturando animales vivos para su zoo. De entre todas ellas tengo muy buen recuerdo de “Atrápame ese mono” (Alianza Editorial), que fue uno de los primeros libros de mayores que leí.


Tom Sharpe es otro de mis favoritos. Reconozco que no es el mejor escritor del mundo y que repite su fórmula cómica en todas sus novelas. Pero no puedo dejar de reírme a carcajadas cuando en el momento cumbre hace caer sobre el pobre protagonista todas las desgracias que ha ido preparando poco a poco a lo largo de la novela. Su mezcla de ambiente inglés, malentendidos sexuales y personajes reprimidos es inigualable.

He leído también mucho a Wodehouse, pero me da la sensación de que no ha envejecido bien. Recuerdo haberme reído mucho con “Mal tiempo”, una novela en torno a la cría de cerdos. Sin embargo, hace unos años la releí y ya no me pareció tan divertida.

Siempre recomiendo “La vida exagerada de Martín Romaña” de Alfredo Bryce Echenique. Es una novela muy divertida sobre un joven peruano hijo de oligarcas que vive en París en 1968 y trata a toda costa de integrarse en las células revolucionarias de la época. Todos los esfuerzos están destinados, como casi siempre, a conquistar a una chica. En esta novela lo cómico no está tanto en lo que cuenta como en el propio estilo de Alfredo Bryce. Qué pena que lo haya perdido en sus últimas novelas.

Con “La conjura de los necios” me pasó algo muy raro. La leí casi de adolescente y no me reí nada de nada. Hace unos años lo volví a intentar y me sorprendí muerto de risa con las extravagancias de esa mezcla peligrosísima de don Quijote y Sancho Panza que es Ignatius Reilly. Supongo que de adolescente ya me sentía yo suficientemente raro como para que me hiciera gracia un ser tan excesivo, sospechoso y marginal como Ignatius. Su autor, como todo el mundo sabe, se suicidó. No sé, a lo mejor para él no era una novela cómica. Quizás trataba de ser realista.

Algo parecido me ocurrió con Pennac y su familia Malaussenne. Cuando viví en París todo el mundo me la recomendaba, la librera que me vendió el primer tomo me advirtió que lloraría de risa y, la verdad, no fue para tanto. A lo mejor tengo que darle otra oportunidad. Me gustó mucho, sin embargo, “Como una novela”, y dicen que “Mal de escuela” está bastante bien.

Y aquí llego a mi debilidad total: Guillermo Brown, el personaje creado por Richmal Crompton. Me reí con él de pequeño, me reí de adolescente y me sigo riendo hoy en día cuando cojo al azar cualquiera de sus libros (los tengo todos) y leo al azar también cualquiera de sus historias. Las primeras son de principios del siglo XX y las últimas de los años sesenta. Cómo consiguió esa mujer (que yo pensé durante años que era un hombre) mantener un nivel tan alto de comicidad a lo largo de cincuenta años, para mí es un misterio. Cómo pudo la institutriz Richmal Crompton meterse en la piel de ese niño independiente y libertario de diez años, un milagro. Leer los libros de Guillermo forma parte de los placeres de estar vivo.


Cuando releo esta entrada me doy cuenta de que hay mayoría de anglosajones ¿Querrá decir algo?
En fin, contra la crisis y el decaimiento anímico lo mejor, además de la lectura de cualquiera de estos libros, es seguir la pauta de Paolo Conte: “Non piangere, coglione, ridi e vai”.

miércoles, 2 de abril de 2014

LOS HÉROES DE VERDAD NO TIENEN CAPAS ROJAS


A diferencia de los horribles libros de autoayuda, en los libros de memorias, en las autobiografías o en cualquier relato testimonial, nadie nos dice lo que tenemos que hacer. Tampoco se nos da ningún sabio consejo ni se imparten reglas infalibles para ser feliz. El autor cuenta simplemente lo que él hizo en unas circunstancias determinadas. Por eso sus relatos son auténticos, a veces conmovedores, y en cualquier caso, mucho más útiles para el lector desde el ejemplo. Son libros que suelen ilustrar muy bien aquello de que lo importante no son las cosas que a uno le pasan sino lo que hace con las cosas que le pasan.
A los europeos, yo el primero, estos tiempos de crisis, con una parte de la población desempleada y la otra parte muerta del susto ante la posibilidad de quedarse sin trabajo, nos han pillado flojos, blandengues y desvalidos. Y ha sido así porque no estamos ya en forma para el sufrimiento. Hemos perdido entrenamiento. Nuestras vidas, incluso las de aquellos que no han tenido mucha suerte, son muy cómodas si las comparamos con las de nuestros antepasados o las de las personas que hoy se mueren de hambre en otros continentes.

Por eso me acuerdo ahora del testimonio de Rubén Gallego, una persona muy especial, que escribió hace unos años su libro “Blanco sobre negro”. Quizás oísteis hablar de él o lo habéis leído. No suelo ser muy partidario de las lecturas obligatorias en los colegios porque yo, que siempre he sido muy lector, las odiaba. Pero si tuviera que hacer una excepción la haría con este libro. Empieza así:
"Soy un héroe.

Ser héroe es fácil: si no tienes brazos ni piernas, o eres un héroe o estás muerto. Si no tienes padres, confía en tus brazos y en tus piernas. Y sé un héroe. Si no tienes ni brazos ni piernas y si además te las has arreglado para nacer huérfano, ¡se acabó!, estás condenado a ser héroe hasta el fin de tus días. O la diñas.
Yo soy un héroe. Sencillamente no tengo otro remedio."


Rubén Gallego, paralítico cerebral de nacimiento, fue internado en un orfanato de la antigua Unión Soviética cuando tenía un año y medio. A su madre le dijeron que había muerto y a él que su madre lo había abandonado. En su libro “Blanco sobre negro” Rubén Gallego cuenta en una sucesión de breves escenas cómo transcurrió su infancia de orfanato en orfanato, cuáles fueron sus estrategias de supervivencia, cómo vio morir a todos sus compañeros de entonces, los pequeños gestos de algunas personas bondadosas, los placeres mínimos, su lucha por evitar ser trasladado a los 18 años a un asilo de ancianos y, finalmente su fuga y el reencuentro con su madre. Lo que cuenta es terrible, pero lo hace desde un tono sobrio, sin lamentaciones y sin caer en el melodrama. Lecturas como esta nos ponen a cada uno en nuestro sitio y reajustan la gravedad de nuestros problemas para situarlos en su justo término. A veces vamos buscando héroes por ahí para acabar encontrándolos en un destartalado orfanato donde un niño paralítico muy inteligente no disfruta leyendo novelas de aventuras porque, con brazos, piernas y padres, las hazañas de sus protagonistas no tienen ningún mérito.
Y también me acuerdo ahora de una película documental. Se llama “Las alas de la vida” y sigue el día a día de Carlos Cristos, un médico de 47 años al que le detectan una enfermedad degenerativa que acabará con su vida en tres años tras irle paralizando poco a poco el cuerpo. Es él mismo el que busca al director y le propone el rodaje de su experiencia. A través de la película, lo acompañas durante tres años en todas sus dificultades, sus reflexiones, ves la entereza con la que asume el final, te ríes con su sentido del humor, escuchas a su mujer, piensas en su hija…

En fin, éste es el tipo de película del que suelo huir como alma que lleva el diablo. Aquella noche, sin embargo, me encontraba sólo en casa fregando unos cacharros y, como tenía las manos mojadas, no quería tocar el mando a distancia, así que la vi empezar. Ese fue mi error. Ya no pude dejarla y me pasé la hora y media siguiente riéndome y llorando como un loco, y en cualquier caso, admirado por la personalidad extraordinaria de ese otro héroe, Carlos Cristos, que concluye así su testimonio: “Mientras haya música, seguiremos bailando, y si puede ser, con una sonrisa”. Tampoco soy partidario de los visionados obligatorios de películas en el colegio, pero ésta sería mi excepción.

Yo creo que a estas alturas ya todo el mundo lo sabe, los héroes de verdad no tienen capas rojas, ni suben paredes ni empuñan armas. Simplemente afrontan las cosas como les vienen. Qué fácil.