En la entrada anterior decía que no hay ningún objeto, mueble o inmueble, más próximo a un escritor que la casa donde vivió. Enseguida me di cuenta de que me había equivocado, había olvidado el más importante de todos, uno más íntimo que su propia casa, más propio que su ropa, más valioso que la más cara de sus pertenecías, el soporte de su obra, su lugar de placer y sufrimiento, de satisfacción y frustraciones: el manuscrito.
Por todo lo anterior, el manuscrito es también un objeto de deseo para los fetichistas literarios. Y no sólo para ellos, hay muchos otros interesados. Por ejemplo, los estudiosos de la obra de un escritor. A través del manuscrito se pueden analizar su técnica de trabajo o su carácter porque hay tantos manuscritos como escritores. Unos aprovechan papeles reciclados, otros necesitan hojas especiales de un determinado gramaje o color, los hay impecables, desordenados, llenos de tachaduras, escritos a máquina con correcciones a bolígrafo, escritos sólo a mano… En fin, mil variedades que ayudan a reconstruir el carácter del escritor.
También pueden sacar buen partido de un manuscrito los escritores noveles. Para ellos puede convertirse en la rana diseccionada del biólogo o en el reloj destripado del aprendiz de relojero. Los añadidos, las palabras o párrafos descartados, enseñan la forma de escribir de cada escritor. Debemos recordar que la escritura con pretensiones artísticas es un oficio y, como tal, la mejor manera de aprenderlo es destripando las obras de los maestros y estudiando sus engranajes hasta conseguir desentrañar sus secretos. Para eso los manuscritos, por encima de los libros impresos, son ideales.
Pero es que además de sus aspectos prácticos para estudiosos y escritores en ciernes, el manuscrito es bonito en sí mismo. Por eso es también objeto de coleccionismo y veneración. Por eso, por su carácter único (salvo que existan varios borradores, lo normal es que el manuscrito sea una pieza única) y porque se están extinguiendo sin remedio. Nos asustamos, en mi opinión sin motivo, por la posible desaparición del libro en papel frente al avance del libro electrónico y, sin embargo, no parece que nos demos cuenta del drama que supone la desaparición casi definitiva de los manuscritos. La mayor parte de los escritores escriben actualmente en un ordenador por lo que ya no dejan trazas de su proceso creativo. Ya no veremos nunca más su letra, sus borrones, sus correcciones, sus adjetivos sustituidos por otros ni sus frases tachadas y resumidas en una sola palabra. Nada, ya no podremos ver nada. Es el fin. Apenas quedan ya escritores que puedan generar manuscritos interesantes. José Luis Sampedro, recientemente desaparecido, escribiendo a mano sobre una tabla de madera, fue uno de los últimos, o Javier Marías, que escribe a máquina (supongo que hasta que se le acaben las cintas de tinta). Habrá otros, pero una minoría cada vez más marginal.
Por si os sirve de ayuda para superar la nostalgia por la pérdida de los manuscritos, os recomiendo dos libros: “Les plus beaux manuscrits de la littérature française”, donde se recogen ejemplares de escritores franceses desde la Edad Media hasta casi nuestros días (están todos los que os podéis imaginar, Proust, Stendhal, Balzac, Victor Hugo, Duras, Sartre, Yourcenar, etc); y la edición del manuscrito de “El Camino” de Delibes que publicó la editorial Destino para celebrar los cincuenta años de la primera edición. Una auténtica joya con la reproducción de las holandesas manuscritas en las páginas de la derecha y su transcripción en las de la izquierda.
Los manuscritos que he incluido a lo largo de esta entrada pertenecen a Miguel Delibes, Charles Dickens, Ernest Hemigway, Javier Marías, Marcel Proust y Julio Verne.