Buscar este blog

Mostrando entradas con la etiqueta Lectura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Lectura. Mostrar todas las entradas

jueves, 10 de julio de 2014

EMPEZAR (O NO), ACABAR (O NO) Y GUARDAR (O NO) UNA NOVELA


No suelo dar a las novelas más de una oportunidad. Salvo en casos excepcionales, sólo empiezo a leerlas una vez, tanto si las acabo como si las dejo a la mitad. Esto implica una gran responsabilidad a la hora de elegir el próximo libro que voy a leer. Sobre todo porque, como todo el mundo sabe, cada lectura tiene su lugar, su momento y su estado de ánimo. Si me equivoco en la elección, corro el riesgo de renunciar a una historia que quizás en otra ocasión habría merecido la pena.



Por lo general suelo empezar a barruntar la siguiente lectura en las últimas cincuenta páginas de la anterior aunque la escogida en ese momento rara vez es la definitiva. Sólo cuando termino la novela anterior es cuando empieza de verdad la selección de la nueva historia en la que me voy a sumergir los próximos días o semanas. Es un momento muy especial. Como ya sabéis, los que habéis leído las entradas anteriores, compro mucho más de lo que leo así que el abanico de posibles lecturas es desmesurado y la elección difícil. Paso mucho tiempo recorriendo las estanterías y los montones de libros que crecen aquí y allá, hojeo uno, luego otro, y cuando por fin creo haber encontrado el que voy a leer, a veces lo dejo de repente otra vez en su sitio y me decido por uno totalmente diferente. Unas veces ganan las últimos libros comprados, otras ha habido algo, un artículo del periódico, una conversación, que me ha hecho recordar un libro de hace tiempo, no hay una regla fija. Lo que no hago nunca es leer dos libros seguidos del mismo autor (que yo recuerde, sólo ha habido una excepción, las novelas de "Canción de Hielo y Fuego de George R.R. Martin porque no era capaz de leer otras cosas sin saber qué les podría estar ocurriendo a sus personajes).

Muy bien, ya tengo el libro elegido en las manos. ¿Seré capaz de acabarlo? Hace mucho tiempo que me liberé de la necesidad neurótica de acabar de leer todos los libros que empezaba. Ahora soy capaz de dejarlo incluso después de haber leído 150 o 200 páginas. ¿Qué tiene que tener un libro para que continúe leyéndolo hasta su última página? La respuesta es sencilla, sospechosamente simple: debe merecer la pena. Supongo que antiguamente, cuando casi no había libros publicados ni otras opciones de ocio, el nivel de lo que merecía la pena debía de estar bastante bajo. Hoy en día, con decenas o quizás centenares de miles de libros publicados al año, hay que tener mucho cuidado con la pregunta “¿Por qué demonios estoy leyendo esto si podría estar leyendo aquello?” O peor todavía, “¿Por qué estoy leyendo un libro si podría estar viendo una película en DVD, o yendo al cine, o escuchando música o jugando con una videoconsola?”



En mi caso, las razones por las que acabo dejando de leer una novela se encuentran básicamente entre éstas: que su estilo sea demasiado vulgar; que sea demasiado pedante; que la historia no tenga ningún interés; que teniendo interés, no avance con el ritmo adecuado; que sea demasiado predecible; que los personajes sean planos; que no tenga tiempo o ganas de leer a menudo y haya pasado demasiado tiempo desde que la empecé; que sea una novela de humor y no tenga ganas de reírme; que sea un drama y no tenga el ánimo para dramas ajenos;… Como ocurre en los accidentes aéreos, muchas veces no es suficiente una de estas circunstancias, hacen falta varias para que abandone. Aunque al final todo se resume en la pregunta de antes “¿Por qué demonios estoy leyendo esto si podría estar leyendo aquello?”

Y por fin llegamos al espinoso dilema ¿Guardar o no guardar los libros? En este punto he experimentado alguna evolución también. Al principio de mi vida lectora adulta creía que tenía la obligación de guardar todos los libros que habían llegado a mi poder, ya fueran buenos, malos o regulares. Actualmente, el paso de algunos años y una, digamos, preocupante hipertrofia de mi biblioteca, por no llamarla “plaga bíblica y epidémica de desarrollo exponencial y carácter psicopatológico” o, en términos de mi mujer, “esto no puede seguir así”, me han hecho adoptar una postura bastante menos rígida al respecto. Ahora creo que no tiene sentido guardar en casa novelas que ni siquiera he podido acabar de leer o aquellas que, habiendo leído o incluso disfrutado, no tienen demasiado interés y probablemente no vuelva a releer nunca más en mi vida. Se me ocurren ahora dos ejemplos de este último caso (aunque hay muchísimos): “Maldito karma” de David Safier y “Antón Mallick quiere ser feliz” de Nicolás Casariego. Acabé las dos y no me disgustaron especialmente, pero la verdad es que no veo ningún motivo para conservarlas. Así que no lo he hecho. En lo que no he evolucionado nada, pero nada de nada, es en la cuestión del préstamo. Ni me gusta leer libros prestados ni me gusta prestarlos. Sólo podría prestar libros a alguien que fuera tan extremadamente cuidadoso con ellos como yo y, por suerte para todos, no hay por ahí sueltos tantos chiflados maniáticos.



¿Y ahora qué hago con los libros que no quiero? Aunque parezca increíble, las bibliotecas no son una opción, la mayor parte no están interesadas en recibir donaciones de particulares. Hay por ahí algunas ONGs, pero tampoco me fío mucho. En su momento puse a la venta algunos en Ebay aunque todo el proceso de venta era un poco pesado. La mejor opción, si lo que quieres es vender, es Amazon o Casa del Libro. Claro, también está el asunto este del Bookcrossing, aunque no sé, me da un poco de pereza ir por ahí dejando libros abandonados a la intemperie.


martes, 20 de mayo de 2014

QUÉ LEER Y DÓNDE


Lo bueno de un título tan tonto como este es que debajo se puede escribir casi sobre cualquier cosa. Yo lo voy a hacer sobre los dos sillones de orejas que compré hace unos años porque “mira que complemento tan ideal y necesario para esta estantería con baldas rotundas de madera que se extiende por tres paredes y dos puertas del salón”. Dos sillones de orejas en uno de los rincones, con su mesa auxiliar y su lámpara de pie entre ellos. Qué mejor lugar para la lectura concentrada de obras maestras y menores, me dije. Y, claro, me equivoqué de cabo a rabo, y no porque no sean útiles. De hecho, los uso para sentarme mientras le lavo los dientes a mi hijo pequeño, para dejar el abrigo cuando no me apetece colgarlo en el armario, para dejar las bolsas de libros que acabo de comprar; los usa la gata para sus siestas de invierno (para las de verano prefiere la mecedora porque corre más el aire), para afilarse las uñas en el respaldo (a pesar de que sabe que está prohibidísimo); los usan los niños para esconderse detrás y “¿vale que esto era una cueva?”, para perder las zapatillas y las pelotas pequeñas debajo, para subirse a ellos y saltar desde las alturas como los superhéroes (a pesar de que saben que está prohibidísimo), hasta los usan las visitas para sentarse… En fin, que son útiles, lo que pasa es que se usan para todo menos para pasar la tarde sobre ellos con una buena novela entre las manos. Y juro que al principio lo intenté. Lo tenía todo. El té, el sillón, la mesa auxiliar para dejar el té, la novela, la lámpara de pie para iluminar la novela, a mí mismo sentado tranquilamente… El problema es que tanta perfección me distraía de la lectura. Me acababa elevando sobre mi mismo como en un viaje astral y disfrutaba tanto de la estampa lectora que no era capaz de concentrarme en lo que estaba leyendo.


Ha sido con experiencias parecidas a ésta y con el tiempo como me he ido dando cuenta de que donde suelo leer mejor es justo en aquellos lugares que no están específicamente pensados para leer mejor. Y además necesito una ligera incomodidad y algún límite de tiempo, algo parecido a “tengo una hora para leer antes de…”. Por eso quedan descartados todos los lugares y momentos evidentes desde el punto de vista del mito de la lectura. Al final me quedo con dos lugares favoritos: la cocina y el cuarto de baño. En la cocina me gusta sentarme en paralelo a la mesa y con un codo apoyado en ella. Un té es bien recibido.


El cuarto de baño es un caso aparte. Desde mi punto de vista reúne todos los requisitos indispensables para una buena lectura. Tiene un asiento ligeramente incómodo, hay un cierto límite temporal y es un espacio apartado donde se supone que no se debe entrar sin permiso. Los niños suelen respetarlo, por eso es un lugar muy recomendable cuando se tienen hijos. Eso sí, es imprescindible vivir en una casa con dos cuartos de baño con el fin de no acabar envenenando la convivencia familiar.
A los lugares de lectura móviles, no les voy a dedicar mucho tiempo. En los coches y autobuses me mareo; en los trenes, aviones y barcos, me distraigo. Y de la playa ni hablar, demasiada arena, demasiado viento y demasiado sol. Las bibliotecas tampoco me inspiran mucho, las tengo más asociadas a exámenes parciales y finales que a cualquier tipo de placer lector. Los jardines no son malos lugares, pero son tan distraídos. Los mirlos y los gorriones no respetan nada, no paran de cantar y piar. Sin embargo la terraza de mi casa no está mal. El ruido del tráfico te abstrae de cualquier otro sonido. Y además es un lugar aislado y algo incómodo.



En cuanto a qué leer, sólo añadiría (con el mismo espíritu de síntesis con el que he despachado la cuestión del lugar de lectura) que para mí es fundamental que la novela que estoy leyendo tenga una trama alejada del lugar donde me encuentro. Al principio, cuando me iba de vacaciones solía llevarme novelas marítimas a la playa, rurales al pueblo o urbanas a la ciudad. Un error. Con el tiempo descubrí que, si de verdad quería que el libro me interesara, debía hacer justo lo contrario. Pero es difícil. Todavía tengo tentaciones del tipo voy a Estambul, Pierre Loti; voy a la playa, Conrad; voy a París, Maupassant; voy a la montaña, Mann; voy a Grecia, Kazantzakis; voy al pueblo, Delibes; voy a Lisboa, Pessoa. Debo resistirme porque siempre acabo saturado. A fin de cuentas, la lectura debe servir como evasión, muchas veces más en el sentido de escapada o huida que en el de distracción.