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miércoles, 2 de abril de 2014

LOS HÉROES DE VERDAD NO TIENEN CAPAS ROJAS


A diferencia de los horribles libros de autoayuda, en los libros de memorias, en las autobiografías o en cualquier relato testimonial, nadie nos dice lo que tenemos que hacer. Tampoco se nos da ningún sabio consejo ni se imparten reglas infalibles para ser feliz. El autor cuenta simplemente lo que él hizo en unas circunstancias determinadas. Por eso sus relatos son auténticos, a veces conmovedores, y en cualquier caso, mucho más útiles para el lector desde el ejemplo. Son libros que suelen ilustrar muy bien aquello de que lo importante no son las cosas que a uno le pasan sino lo que hace con las cosas que le pasan.
A los europeos, yo el primero, estos tiempos de crisis, con una parte de la población desempleada y la otra parte muerta del susto ante la posibilidad de quedarse sin trabajo, nos han pillado flojos, blandengues y desvalidos. Y ha sido así porque no estamos ya en forma para el sufrimiento. Hemos perdido entrenamiento. Nuestras vidas, incluso las de aquellos que no han tenido mucha suerte, son muy cómodas si las comparamos con las de nuestros antepasados o las de las personas que hoy se mueren de hambre en otros continentes.

Por eso me acuerdo ahora del testimonio de Rubén Gallego, una persona muy especial, que escribió hace unos años su libro “Blanco sobre negro”. Quizás oísteis hablar de él o lo habéis leído. No suelo ser muy partidario de las lecturas obligatorias en los colegios porque yo, que siempre he sido muy lector, las odiaba. Pero si tuviera que hacer una excepción la haría con este libro. Empieza así:
"Soy un héroe.

Ser héroe es fácil: si no tienes brazos ni piernas, o eres un héroe o estás muerto. Si no tienes padres, confía en tus brazos y en tus piernas. Y sé un héroe. Si no tienes ni brazos ni piernas y si además te las has arreglado para nacer huérfano, ¡se acabó!, estás condenado a ser héroe hasta el fin de tus días. O la diñas.
Yo soy un héroe. Sencillamente no tengo otro remedio."


Rubén Gallego, paralítico cerebral de nacimiento, fue internado en un orfanato de la antigua Unión Soviética cuando tenía un año y medio. A su madre le dijeron que había muerto y a él que su madre lo había abandonado. En su libro “Blanco sobre negro” Rubén Gallego cuenta en una sucesión de breves escenas cómo transcurrió su infancia de orfanato en orfanato, cuáles fueron sus estrategias de supervivencia, cómo vio morir a todos sus compañeros de entonces, los pequeños gestos de algunas personas bondadosas, los placeres mínimos, su lucha por evitar ser trasladado a los 18 años a un asilo de ancianos y, finalmente su fuga y el reencuentro con su madre. Lo que cuenta es terrible, pero lo hace desde un tono sobrio, sin lamentaciones y sin caer en el melodrama. Lecturas como esta nos ponen a cada uno en nuestro sitio y reajustan la gravedad de nuestros problemas para situarlos en su justo término. A veces vamos buscando héroes por ahí para acabar encontrándolos en un destartalado orfanato donde un niño paralítico muy inteligente no disfruta leyendo novelas de aventuras porque, con brazos, piernas y padres, las hazañas de sus protagonistas no tienen ningún mérito.
Y también me acuerdo ahora de una película documental. Se llama “Las alas de la vida” y sigue el día a día de Carlos Cristos, un médico de 47 años al que le detectan una enfermedad degenerativa que acabará con su vida en tres años tras irle paralizando poco a poco el cuerpo. Es él mismo el que busca al director y le propone el rodaje de su experiencia. A través de la película, lo acompañas durante tres años en todas sus dificultades, sus reflexiones, ves la entereza con la que asume el final, te ríes con su sentido del humor, escuchas a su mujer, piensas en su hija…

En fin, éste es el tipo de película del que suelo huir como alma que lleva el diablo. Aquella noche, sin embargo, me encontraba sólo en casa fregando unos cacharros y, como tenía las manos mojadas, no quería tocar el mando a distancia, así que la vi empezar. Ese fue mi error. Ya no pude dejarla y me pasé la hora y media siguiente riéndome y llorando como un loco, y en cualquier caso, admirado por la personalidad extraordinaria de ese otro héroe, Carlos Cristos, que concluye así su testimonio: “Mientras haya música, seguiremos bailando, y si puede ser, con una sonrisa”. Tampoco soy partidario de los visionados obligatorios de películas en el colegio, pero ésta sería mi excepción.

Yo creo que a estas alturas ya todo el mundo lo sabe, los héroes de verdad no tienen capas rojas, ni suben paredes ni empuñan armas. Simplemente afrontan las cosas como les vienen. Qué fácil.

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