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viernes, 11 de abril de 2014
FETICHISMO LITERARIO (UNA ENFERMEDAD INCURABLE)
Dentro del mundo de los libros y la literatura, no todos los aficionados son iguales. Existe un buen número de variantes que, por lo general, son muy poco compatibles entre sí. Tenemos en un extremo del arco a los apasionados de la literatura que desprecian el objeto que la recoge o el entorno que rodea a las obras y sus creadores. Sólo les interesa lo que se cuenta y cómo se cuenta. El quién, el dónde y el cuándo les importa un comino. Son buenos lectores, pero capaces de retorcer la portada hacia atrás para leer más cómodamente, o de doblar una esquina para marcar la página por la que van leyendo. No les importa que el lomo se agriete ni que las páginas se manchen de café o de mantequilla. Para ellos el libro es un mero instrumento de lectura sin ningún valor en sí mismo. Algunos de ellos ni siquiera leen entrevistas de escritores ni tienen la menor curiosidad por saber dónde viven ni qué opinan de las cosas.
Justo enfrente, en el otro extremo, nos encontramos con auténticos bibliófilos, expertos en el objeto libro, pero con poco o ningún interés en el contenido. Hay libreros, por ejemplo, muy buenos que, sin embargo, no tienen una afición especial por la lectura. Ahora bien, su conocimiento exhaustivo tanto de las distintas colecciones como de los fondos de la librería en la que trabajan, hacen que los busquemos con desesperación cuando tratamos de encontrar un libro determinado porque son catálogos andantes.
Y luego están aquellos que en un principio pueden ser considerados como el equilibrado fiel de la balanza, los amantes de la literatura que en mayor o menor medida también respetan y aprecian los elementos externos que la rodean y, por supuesto, el libro. Pero cuidado, no hay que confiarse con el templado término medio porque, cuando algunos de los componentes de este tranquilo grupo se radicalizan, cuando llevan al extremo su amor por los libros y por la literatura, abandonan la comodidad de la moderación para convertirse en el tercer extremo, en la tercera dimensión, que es el caldo de cultivo de los peores radicales de todos: los fetichistas literarios.
Los fetichistas literarios son siempre coleccionistas porque disfrutan no sólo con los libros sino con cualquier objeto que pueda haber tenido algún tipo de relación con un autor o su obra hasta el punto de sufrir la necesidad imperiosa de hacerse con él. Y aquí entra en escena la cuestión monetaria. Los fetichistas muy ricos pueden llegar hasta a comprar la casa donde ha vivido algún escritor. ¿Qué objeto material hay más cercano a alguien que su propia casa? Otros, también adinerados aunque no millonarios, participan en subastas, muy frecuentemente en el Reino Unido, intentando pujar sobre cosas como la pluma estilográfica de Thomas Mann, el cuadro del estudio de Virginia Woolf, la máquina de escribir de Hemingway, la máscara mortuoria de Conan Doyle o la figurilla que decoraba la mesa de Stevenson. El escritor español Javier Marías, por ejemplo, es bastante aficionado a estas adquisiciones.
En la escala económica inferior se encuentran los coleccionistas de libros firmados por el autor. A estos también les gustaría adquirir objetos más personales de los escritores, pero no tienen suficiente dinero así que disfrutan al menos sabiendo que ese libro que hoy está en sus manos, hace tiempo estuvo por unos instantes en las del autor, los que tardó en estampar su firma en una de las primeras páginas. Que esté dedicado a un perfecto desconocido o que el escritor en cuestión no empleara ni una milésima parte de su cerebro en la firma más bien automática del libro es lo de menos. No es algo que importe demasiado al coleccionista.
A este último grupo pertenezco yo, por supuesto en la parte más modesta, coleccionando libros firmados por autores ni demasiado antiguos ni demasiado clásicos porque en estos casos, como es lógico, el paso del tiempo y la consagración encarecen el asunto. Una de los rasgos que se suele encontrar en todo coleccionista es la necesidad de enseñar a los demás sus adquisiciones. Por eso he ido incluyendo a lo largo de esta entrada una selección pequeña de las mías. El sentimiento que mueve a ello no es ni mucho menos la generosidad, seamos sinceros, es el maldito orgullo, el mismo con el que el cazador enseña las cabezas de leones en su salón. En fin, pura frivolidad, pura superficialidad y bastante tontería. Seguramente reconoceréis a Lawrence Durrell, Ray Bradbury, Gerald Durrell, Sue Townsend (El diario de Adrian Mole), Michael Bond (el oso Paddington), Quenting Blake (el ilustrador de Roald Dahl), Ian McEwan, Roald Dahl y Enid Blyton.
lunes, 3 de marzo de 2014
¿POR QUÉ ME GUSTA TANTO ROALD DAHL?
Llevo algunos días tratando de recordar algún escritor, aparte de Roald Dahl, que haya llegado a desarrollar una obra exitosa, o al menos digna, tanto para niños como para adultos. Después de mucho rebuscar, no he sido capaz de dar con ningún nombre. No sé si a vosotros se os ocurre alguno. Pensé en Richmal Crompton pero, los primeros relatos de Guillermo no aparecieron en revistas de niños lo cual invita a pensar que ella misma no los veía como público objetivo (de hecho, yo creo que no lo son, al menos no en exclusiva) y, por otro lado, su obra para adultos, dentro del género de terror, es bastante escasa y no muy conocida ni valorada. Enid Blyton, desde luego, no. Quizás Mark Twain aunque su obra infantil está dirigida, en mi opinión, a niños un poco mayores. Pero, sí, podría ser. En España el caso que más se aproxima sería el de Elvira Lindo aunque con sus novelas para adultos no ha alcanzado ni de lejos el éxito que obtuvo con “Manolito Gafotas”. Goscinny escribió la estupenda serie de “El Pequeño Nicolás” pero yo no conozco nada suyo para adultos salvo que incluyamos a Lucky Luke o a Astérix en esa categoría. Parece un poco forzado.
La búsqueda se hace menos compleja cuando hablamos de literatura para adolescentes. Quizás porque la frontera está más próxima. Es más fácil encontrar en un mismo autor novelas para unos y para otros o para los dos a la vez. De hecho, costaría mucho trabajo distinguir, por ejemplo, qué parte de la obra de Stevenson o de Julio Verne fue escrita para adultos y qué parte para adolescentes. Lo más probable es que ni ellos mismos se plantearan sus novelas de esa manera.
Y así llegamos al asunto que nos ocupa, porque una de las cosas que más me gusta de Roald Dahl es su insólita capacidad para dirigirse con brillantez a los mayores sin perder ni una pizca de calidad en sus obras destinadas a los niños. Estoy casi seguro de que la explicación hay que buscarla en los ingredientes, que son los mismos en ambos casos. Las que varían son las proporciones. En todos sus libros sin excepción encontramos lo mismo: humor, crueldad, ternura, giros sorprendentes,… Quizá sea la crueldad el ingrediente que, sin faltar en los cuentos para niños, se haga más presente en las historias de mayores. El humor tampoco es exactamente igual. Es mucho más negro en sus relatos adultos. Precisamente esos mismos elementos, caracterizaron también la obra de un genio como Alfred Hitchcock por eso no sorprende que llegara a adaptar un buen número de los relatos de Roald Dahl para su serie de televisión “Hitchcock presenta…”
En cuanto a los libros para niños, a mí el que más me gusta es “Matilda”, también es uno de los más representativos si queremos buscar la sabia combinación que hemos visto. La historia de esa niña lectora tan sensible y brillante a la que sus padres, ignorantes y horteras, envían a un colegio interno, no promete nada bueno. Que ese colegio esté regentado por una directora odiosa y abusona que tiene atemorizados a profesores y alumnos, no mejora la perspectiva. Y, sin embargo, esa trama casi dickensiana se convierte en un gozoso relato para niños gracias al abundante humor que Roald Dahl esparce por todos los rincones de la historia y gracias también al cariño que siente por sus personajes buenos.
Hay mil historias más de Roald Dahl y ninguna defrauda. A mí me gustan también mucho los libros autobiográficos “Boy” y “Going Solo”, quizás los únicos de su larga carrera no destinados claramente a un tramo de edad determinado. En “Going Solo” se cuentan las peripecias de Roald Dahl durante la Segunda Guerra Mundial pilotando un avión de guerra. En esta parte de su vida parece que se establece un punto en común con la de Antoine de Saint-Exupery y eso me hace recordar que el propio Saint-Exupery podría ser otro de esos escritores que ha conseguido éxitos en la literatura de adultos e infantil. Aunque no me convence del todo porque “El Principito” no deja de ser una anécdota inesperada (muy lucrativa y exitosa, también) en la obra poético-aérea de su autor. Además, aunque él lo escribió como un libro infantil, tampoco me queda tan claro que realmente lo sea.
“Charlie y la fábrica de chocolate”, por demasiado conocido, me deja un poco más frío aunque el argumento es inmejorable y los personajes, perfectos. Esos abuelos que viven en sus camas, la idea del concurso, el premio, el mismo Willy Bonka,…
Por último, no podría dejar cerrado este comentario sobre Roald Dahl sin mencionar otro de los aspectos que más me gustan de sus libros, en este caso sólo de los infantiles, y es su fructífera y larga relación profesional con el ilustrador inglés Quentin Blake. Como me pasaba al principio, también me cuesta mucho encontrar algún otro ejemplo en el que un escritor y un ilustrador hayan conseguido compenetrarse de tal manera que sus respectivas obras salgan enriquecidas y mejoradas de la fusión. Aquí a lo mejor sí podrían valernos las ilustraciones de Thomas Henry para el Guillermo de Richmal Crompton ¿Puede alguien imaginarse otro Guillermo distinto del de Thomas Henry? Tampoco me resulta posible imaginar otras ilustraciones mejores que las de Quentin Blake para los personajes de Roald Dahl, una Matilda mejor, un BFG mejor, unas brujas mejores, un James (el del melocotón gigante) mejor…
Por cierto, a lo mejor no sabíais que fue Roald Dahl el creador de la primera versión de los Gremlims (al parecer eran una especie de duendecillos que solían provocar averías en los primitivos aviones de la época).
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