Joaquín Berges tiene magia, y esa es, por encima de cualquier
otra, su principal virtud. No ocurre con todos los escritores, de hecho sólo con
la inmensa minoría. Se puede ser un gran maestro, un excelente escritor, y carecer
de ella. Pero Joaquín Berges la tiene, es un hecho, y con ella impregna todo lo
que escribe. Y eso hace que empecemos a leer esta novela pensando que, vaya, no
es la mejor de las que ha escrito, para descubrirnos al poco tiempo pasando sus
páginas frenéticamente atrapados por la historia, el ambiente y sus personajes.
“La línea invisible del horizonte” cuenta la historia de un
hombre que huye de sus circunstancias y que de forma accidental acaba por
refugiarse en un pequeño pueblo del Pirineo aragonés. Berges se sirve de estos
elementos básicos de trama para presentarnos a unos personajes maravillosos, a
la altura de los que aparecían en “Doctor en Alaska”, aquella serie mítica de
la televisión de los 90. Entre todos, destaco al menos a dos: Marina, la mujer guapa
y misteriosa que arrastra su propio secreto; y León, un guardia civil impagable,
que ejerce su liderazgo a golpe de expresiones y giros castrenses. Junto a
ellos, un buen montón de secundarios estupendos.
Todos esos personajes se mueven en un escenario algo
diferente, un pueblo artificial construido junto a un pantano que sólo deja ver
la torre de la iglesia del pueblo original. Ese lugar sumergido y por tanto
inalcanzable es el que guarda sus secretos y su historia.
Poco más le hace falta a Berges para alcanzarnos el corazón
con su magia. La última vez que comenté una de sus novelas, decía que su
literatura era luminosa. Pues bien, lo sigue siendo. La escena de la cacería,
la del baile, la de “la mallata” (lugar donde pastan y se recogen los ganados y
el pastor),… un sinfín de pequeños acontecimientos que, engarzados entre sí,
conforman esta novela iluminadora. Leyendo a Berges, no puedo dejar de recordar
a Frank Capra, al que no por casualidad homenajeaba el propio escritor en su
segunda novela, “Vive como puedas”.
A Joaquín Berges, sólo le reprocho un par de cosas, su
afición a los juegos de palabras y su tendencia a las frases demasiado bonitas.
Aunque también reconozco que, a medida que va ampliando su obra, se nota el
esfuerzo por ir moderando ambos vicios.
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