No suelo dar a las novelas más de una oportunidad. Salvo en casos excepcionales, sólo empiezo a leerlas una vez, tanto si las acabo como si las dejo a la mitad. Esto implica una gran responsabilidad a la hora de elegir el próximo libro que voy a leer. Sobre todo porque, como todo el mundo sabe, cada lectura tiene su lugar, su momento y su estado de ánimo. Si me equivoco en la elección, corro el riesgo de renunciar a una historia que quizás en otra ocasión habría merecido la pena.
Por lo general suelo empezar a barruntar la siguiente lectura en las últimas cincuenta páginas de la anterior aunque la escogida en ese momento rara vez es la definitiva. Sólo cuando termino la novela anterior es cuando empieza de verdad la selección de la nueva historia en la que me voy a sumergir los próximos días o semanas. Es un momento muy especial. Como ya sabéis, los que habéis leído las entradas anteriores, compro mucho más de lo que leo así que el abanico de posibles lecturas es desmesurado y la elección difícil. Paso mucho tiempo recorriendo las estanterías y los montones de libros que crecen aquí y allá, hojeo uno, luego otro, y cuando por fin creo haber encontrado el que voy a leer, a veces lo dejo de repente otra vez en su sitio y me decido por uno totalmente diferente. Unas veces ganan las últimos libros comprados, otras ha habido algo, un artículo del periódico, una conversación, que me ha hecho recordar un libro de hace tiempo, no hay una regla fija. Lo que no hago nunca es leer dos libros seguidos del mismo autor (que yo recuerde, sólo ha habido una excepción, las novelas de "Canción de Hielo y Fuego de George R.R. Martin porque no era capaz de leer otras cosas sin saber qué les podría estar ocurriendo a sus personajes).
Muy bien, ya tengo el libro elegido en las manos. ¿Seré capaz de acabarlo? Hace mucho tiempo que me liberé de la necesidad neurótica de acabar de leer todos los libros que empezaba. Ahora soy capaz de dejarlo incluso después de haber leído 150 o 200 páginas. ¿Qué tiene que tener un libro para que continúe leyéndolo hasta su última página? La respuesta es sencilla, sospechosamente simple: debe merecer la pena. Supongo que antiguamente, cuando casi no había libros publicados ni otras opciones de ocio, el nivel de lo que merecía la pena debía de estar bastante bajo. Hoy en día, con decenas o quizás centenares de miles de libros publicados al año, hay que tener mucho cuidado con la pregunta “¿Por qué demonios estoy leyendo esto si podría estar leyendo aquello?” O peor todavía, “¿Por qué estoy leyendo un libro si podría estar viendo una película en DVD, o yendo al cine, o escuchando música o jugando con una videoconsola?”
En mi caso, las razones por las que acabo dejando de leer una novela se encuentran básicamente entre éstas: que su estilo sea demasiado vulgar; que sea demasiado pedante; que la historia no tenga ningún interés; que teniendo interés, no avance con el ritmo adecuado; que sea demasiado predecible; que los personajes sean planos; que no tenga tiempo o ganas de leer a menudo y haya pasado demasiado tiempo desde que la empecé; que sea una novela de humor y no tenga ganas de reírme; que sea un drama y no tenga el ánimo para dramas ajenos;… Como ocurre en los accidentes aéreos, muchas veces no es suficiente una de estas circunstancias, hacen falta varias para que abandone. Aunque al final todo se resume en la pregunta de antes “¿Por qué demonios estoy leyendo esto si podría estar leyendo aquello?”
Y por fin llegamos al espinoso dilema ¿Guardar o no guardar los libros? En este punto he experimentado alguna evolución también. Al principio de mi vida lectora adulta creía que tenía la obligación de guardar todos los libros que habían llegado a mi poder, ya fueran buenos, malos o regulares. Actualmente, el paso de algunos años y una, digamos, preocupante hipertrofia de mi biblioteca, por no llamarla “plaga bíblica y epidémica de desarrollo exponencial y carácter psicopatológico” o, en términos de mi mujer, “esto no puede seguir así”, me han hecho adoptar una postura bastante menos rígida al respecto. Ahora creo que no tiene sentido guardar en casa novelas que ni siquiera he podido acabar de leer o aquellas que, habiendo leído o incluso disfrutado, no tienen demasiado interés y probablemente no vuelva a releer nunca más en mi vida. Se me ocurren ahora dos ejemplos de este último caso (aunque hay muchísimos): “Maldito karma” de David Safier y “Antón Mallick quiere ser feliz” de Nicolás Casariego. Acabé las dos y no me disgustaron especialmente, pero la verdad es que no veo ningún motivo para conservarlas. Así que no lo he hecho. En lo que no he evolucionado nada, pero nada de nada, es en la cuestión del préstamo. Ni me gusta leer libros prestados ni me gusta prestarlos. Sólo podría prestar libros a alguien que fuera tan extremadamente cuidadoso con ellos como yo y, por suerte para todos, no hay por ahí sueltos tantos chiflados maniáticos.
¿Y ahora qué hago con los libros que no quiero? Aunque parezca increíble, las bibliotecas no son una opción, la mayor parte no están interesadas en recibir donaciones de particulares. Hay por ahí algunas ONGs, pero tampoco me fío mucho. En su momento puse a la venta algunos en Ebay aunque todo el proceso de venta era un poco pesado. La mejor opción, si lo que quieres es vender, es Amazon o Casa del Libro. Claro, también está el asunto este del Bookcrossing, aunque no sé, me da un poco de pereza ir por ahí dejando libros abandonados a la intemperie.
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