REGRESO A LA JUVENTUD
DESDE LA MADUREZ Y LA MELANCOLÍA
Desde “Qué te voy a contar” (1989), su primera novela, hasta “El
juego sigue sin mí” (2015), la última, han pasado muchos años (26) y supongo
que muchas cosas en la vida del autor y también en las de sus lectores de entonces.
Casariego ya no cuenta con la misma frescura, y es normal. Si con cincuenta y
dos años sigues escribiendo como lo hacías a los veintisiete, está claro que
tienes un problema. Casariego no lo tiene. Ha evolucionado, tiene más oficio,
ha madurado y, claro, la alegre frivolidad, la ingenuidad divertida e
inteligente de “Qué te voy a contar” se ha tornado en cierta melancolía (también
inteligente y hasta divertida) que a veces puede resultar un poco amarga o
desencantada. Comparo estas dos novelas porque tienen mucho en común, el amor, la
amistad, la juventud, la iniciación…, aunque la perspectiva ha cambiado. En “El
juego sigue sin mí” un narrador de veinte años nos cuenta una historia de
cuando tenía catorce, pero es imposible no ver al escritor maduro y agitado por
la vida detrás de la supuesta juventud del narrador. En “Qué te voy a contar”
narrador y escritor eran ambos muy jóvenes, eso les otorgaba quizás mayor
autenticidad, pero también menor profundidad en el tratamiento de la historia.
Por otra parte, no es difícil identificar al hermano del
autor, el poeta Pedro Casariego Córdoba (PeCasCor), o su idealización, o su
sombra, tanto en la figura del joven profesor particular, como en la del “amigo”
del que no para de hablar. Los dos personajes vendrían a ser las dos caras de
una misma moneda. Y es entonces cuando, haciendo algo de psicología de medio
pelo, uno tiene la sensación de que ésta es la novela que Martín Casariego llevaba
de alguna manera dentro desde que su hermano murió (1993) y que sólo ahora
parece haber sido capaz de escribir.
Por todo lo anterior, uno acaba teniendo la sensación de que,
a pesar de los móviles y las redes sociales y otros detalles contemporáneos,
esos personajes son más del siglo XX que del XXI y, la verdad, no veo qué puede
tener de malo. Si acaso, la necesidad de tratar de ocultarlo.
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