DIFÍCILMENTE SE PUEDE LEER UN LIBRO MÁS
AMABLE ACERCA DE LA MUERTE DESDE UN PUNTO DE VISTA TAN DESESPERANZADO.
Julian Barnes reconoce que siempre ha
estado muy obsesionado con su propia desaparición, con la de sus seres queridos
y con la posibilidad de que no haya nada al otro lado. Él mismo califica su
obsesión, por no hablar de pánico, con el término psicológico "tanatofobia".
En este ensayo expone sus reflexiones al respecto, quizás para conjurar su
miedo de algún modo, si eso es posible.
Para tratar de explicarnos su punto de
vista, sus muchas dudas, sus bastantes intuiciones y sus pocas certezas, se
ayuda de anécdotas de escritores, de reflexiones de pensadores, de las
conversaciones con su hermano, el filósofo Jonathan Barnes, y sobre todo de su
propia experiencia con la muerte de sus padres. El tono del ensayo,
considerando lo desagradable del tema, no puede ser más amable. Barnes,
hablando de la muerte, es siempre respetuoso y equilibrado. Abundando en el
tópico "fair play" británico, salpica su texto de refrescantes toques
de ironía, y evita cualquier intento de imponer su punto de vista a nadie,
aunque a lo largo de las páginas nos va quedando claro lo que opina al respecto,
que se puede resumir en la frase con la que da comienzo "Nada que
temer": "No
creo en Dios, pero le extraño". Ahí está la esencia de este estupendo
ensayo. Ahí y en el propio título, en el que, como él mismo explica, es la
palabra “nada” la que se impone a las demás.
Muy poco
después de haber acabado la redacción de este libro, murió Pat Kavanagh, su
pareja durante décadas y, claro, surge la duda de si Julian Barnes habría sido
capaz de escribirlo con la misma soltura de haber sabido que esto iba a ocurrir
tan pronto. Considerando lo mucho que le ha afectado, sospecho que no.
En fin, creo que difícilmente se puede leer un
libro más amable acerca de la muerte desde un punto de vista tan
desesperanzado. Pero eso sí, a pesar de todo, en caso de que el asunto te
angustie, mejor busca otra cosa para leer.
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