Leer los siete
volúmenes que conforman “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust es para
el lector experimentado algo tan mítico como alcanzar la cumbre de los catorce
ochomiles para el escalador profesional. Ambos retos precisan de constancia,
valor, entusiasmo, entrenamiento previo y mucho sacrificio. Pero la recompensa
es grande. Cuando logren su última cumbre, los escaladores habrán contemplado catorce
paisajes desde perspectivas insólitas al alcance de muy pocos seres humanos.
Los lectores, por su parte, al pasar la última página del último volumen de “En
busca del tiempo…”, habrán vivido en primera fila la experiencia de la
literatura en su estado más puro. Porque lo que cuenta Marcel Proust en su
novela descomunal es tan inmaterial, tan etéreo, que sólo admite el lenguaje
literario. No se puede contar, o al menos no de una forma tan precisa, en
ningún otro de los lenguajes artísticos (cinematográfico, pictórico,
escultórico, musical,…). En su novela, Proust nos habla del misterio de su existencia
y de la nuestra, de la vida, o más precisamente, de la experiencia vital y,
para nuestro asombro, descubrimos con él que el núcleo central de nuestra
existencia no se encuentra en nuestras acciones ni en las de los que nos
rodean, ni siquiera en nuestros juicios o impresiones superficiales, sino en
los recovecos escondidos entre las anécdotas insulsas de nuestras mediocres
vidas. Proust nos habla de cosas que intuimos, pero que no somos capaces de
expresar justamente por eso, porque no las conocemos, sólo las intuimos. Y del
tiempo, claro, la dimensión más misteriosa de las que nos conforman. Y del
recuerdo, esa primitiva herramienta con la que contamos para enfrentarnos al
tiempo. Probablemente Proust ha sido el único ser humano capaz de hablar del
tiempo y del recuerdo con algo de rigor. Por eso, lograr entrar en su universo
nos proporciona esa nueva perspectiva por la que tanto sufren escaladores y
lectores.
La tarea no es fácil. Para alcanzar ese nivel de
sutileza, para lograr contar lo que hasta entonces nadie había sido capaz,
Proust necesitó retorcer de alguna manera su estilo y apurar al máximo las
posibilidades de las estructuras gramaticales, para poder sacar de ellas toda
su capacidad expresiva. Y eso implica la elaboración de sus míticas frases, larguísimas,
en las que las oraciones se subordinan una tras otra en espiral para rodear
hasta atraparlo el concepto que quieren iluminar. En esos giros vertiginosos,
el lector suele acabar por perder pie y olvidar el comienzo de la frase, veinte
o treinta líneas más arriba. No hay que desesperarse. El estilo de Proust es
casi impresionista y nuestra lectura debe adaptarse a él. Lo mejor, en muchos
casos, es leer por encima de sus frases como el que guiña los ojos contemplando
un cuadro de Monet. También podemos volver al principio de la frase e
intentarlo de nuevo. No pasa nada.
Confieso que éste es mi quinto intento de
ascender esta cumbre, y lo haré una vez más sin oxígeno y por la cara más
difícil, o sea, en francés. Me siento fuerte, pero no más seguro de lograr el
éxito que en las ocasiones anteriores. Espero que este cuaderno de escalada, donde compartiré todo aquello que me llame la
atención, me ayude. También me serviré de algunos sherpas (en la siguiente
entrada os hablaré de ellos).
Hay dos formas principales de abordar la lectura
de “En busca del tiempo…”: leerlo todo del tirón (si puede ser durante la
convalecencia de una rara enfermedad tropical o la soldadura de varios huesos
rotos que nos impidan hacer cualquier otra cosa); o compartir su lectura con
otras menos exigentes, dedicándole un tiempo limitado y un espacio concreto al
día. En mi caso, y salvo rara enfermedad tropical de última hora, optaré por
esta segunda modalidad. Leeré una media hora al final del día, quizás un poco más,
sentado en mi mecedora o, en caso de mucho calor, en la silla de la terraza.
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