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jueves, 5 de junio de 2014

PEQUEÑO CATÁLOGO DE OBJETOS INÚTILES (IV).- EL RELOJ DE ARENA


Estamos hechos de tiempo. El tiempo es tan importante para nosotros que ni siquiera alcanzamos a darnos cuenta de que realmente lo es. Nacemos, vivimos y morimos dentro de esa cuarta dimensión que rige toda la existencia de acuerdo con unas leyes de las que apenas sabemos nada. Para medirlo hemos creado muchos ingenios, o al menos para intentar medir lo que creemos que es. Nos sentimos muy orgullosos de la precisión de los últimos relojes atómicos con una desviación de un segundo en 30.000 años, pero una desviación respecto a qué. Todas nuestras modernas máquinas de medición no sirven más que para tratar de organizar la comunidad de seres humanos del planeta Tierra, para ponernos de acuerdo acerca de cuándo tenemos que empezar y acabar nuestras actividades o cuándo podemos coincidir en el mismo espacio con otra persona. De ahí a que controlemos de verdad el tiempo hay un gran trecho, un espacio infinito quizás.
Resulta gracioso pensar que el concepto africano del tiempo, considerado como primitivo por los miembros de las sociedades más avanzadas, pueda estar más cerca de la realidad del tiempo que el nuestro. Ya sabéis que en África el tiempo de cada uno es propio, no compartido con los demás, y además se asocia a los acontecimientos, de manera que si no ocurre nada, tampoco hay tiempo. Por eso no se desesperan como nosotros cuando esperan y por eso también en algunos aeropuertos se anuncian los vuelos diciendo que el avión “X” con destino a la ciudad “Y” saldrá “en cualquier momento a partir de ahora”. Si no lo habéis hecho ya, os recomiendo la lectura de “Ebano” de Ryszard Kapuscinski. Habla sobre esto y muchas otras cosas relacionadas con África.

Y así llegamos al reloj de arena, ese instrumento de medición tan primitivo, pero a lo mejor tan cercano a la esencia del tiempo porque se trata también de un medidor subjetivo, en la línea del concepto africano. Sólo mide el tiempo que pasa desde que lo giramos hasta que la arena de la ampolla superior cae a la inferior. Nada más y nada menos. En eso tiene mucho en común con la clepsidra (reloj de agua). Los dos miden un tiempo establecido de antemano y los dos funcionan por la fuerza de la gravedad. El reloj de sol también usa una fuerza natural, el movimiento de rotación de la tierra, pero a diferencia de los otros, mide un tiempo objetivo y común a todos, el que transcurre desde que sale el sol hasta que se pone. Los relojes de manecillas y los digitales son herederos directos del reloj de sol porque usan el mismo criterio, la rotación de la tierra, para sus mediciones.

Pero es que el reloj de arena, además de medir el tiempo de manera más esencial que el resto de los artilugios creados para ello, es el que mejor representa el paso del tiempo por nuestras vidas. La ampolla superior llena de arena representa el nacimiento y, claro, cuando el último grano ha caído y se ha quedado vacía, qué otra cosa puede significar sino la muerte. Representa la fugacidad de la vida, el tiempo que se nos escapa entre los dedos como la arena que pretendemos mantener en el puño cerrado. Con ese mismo significado iconográfico aparece en muchas obras de arte en Occidente, como el tiempo que se nos escapa o la muerte que llega, que viene a ser lo mismo. Al parecer la primera representación gráfica del reloj de arena aparece en 1328, en un cuadro de Ambrogio Lorenzetti titulado “El buen gobierno”. Lo sostiene en sus manos una mujer que representa la temperancia.


También aparece en “El caballero, la muerte y el demonio” y en “La melancolía” de Durero.



En “Las edades de la vida” (en el Museo del Prado) y “La joven y la muerte” de Baldung.



En “Vanitas” de Philippe de Champaigne, pintado en 1671, tres años antes de morir.


Y en algunas banderas piratas (no presagiando nada bueno para la tripulación que lo avistara desde cualquier otro barco).


En la antigüedad los relojes de arena jugaban en ocasiones papeles muy serios. Por ejemplo, dentro de los barcos servían para contar el tiempo de las guardias y por lo tanto el tiempo de descanso. Cualquiera que le diera la vuelta antes de tiempo o intentara manipularlo de alguna manera era castigado con gran severidad.


Hoy en día, como no existe la muerte y el paso del tiempo se esconde debajo del consumo desmedido y las luces de colores, el reloj de arena ha quedado bastante relegado, a veces desempeñando papeles algo ridículos para el que ha sido el gran símbolo de la fugacidad de la vida. Lo encontramos en los cuartos de baño de los niños para controlar el lavado de dientes, en la cocina para saber cuándo está duro el huevo que hemos puesto a hervir, en los juegos de mesa o, antes de que aparecieran los móviles, al lado del teléfono de casa para que los miembros de la familia (sobre todo los adolescentes) tuvieran en cuenta, más que de la fugacidad de la vida, el importe de la factura del teléfono. Ese fue el primer reloj de arena que vi en mi vida, al lado del teléfono de mis abuelos.



Hace poco Intermon Oxfam lanzó una campaña para que fuéramos conscientes de la necesidad de ahorrar agua, Sacaron a la venta un reloj de arena que medía cuatro minutos, que es al parecer el tiempo suficiente para ducharse sin derrochar agua (yo lo he probado y en mi opinión es un poco escaso si también te lavas la cabeza).


Por cierto, casi me olvido del relojito que aparece en la pantalla del ordenador para desesperación del usuario, aunque últimamente creo que lo han cambiado por otros dibujos. Existe también por ahí una cosa muy tonta, el reloj de arena digital.


En casa tengo varios relojes de arena, pero los que más me gustan son el que visteis en la entrada anterior, que mide una hora y está hecho con piezas recicladas, y estos dos, el primero mide media hora y el otro, una. Este último lo compré en una tienda alucinante de relojes de arena que hay en el Trastevere de Roma.



Si os interesan los relojes de arena, el mejor libro que conozco es “El libro del reloj de arena” de Ernst Junger.


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