UNA BELLEZA QUE MAREA
El genio japonés del dibujo
y del cómic utiliza su novela gráfica “Los guardianes del Louvre” como un deslumbrante
canto a sus maestros, al arte y a la pintura tal y como él la entiende. Por eso
hace viajar a su solitario y desorientado personaje por el tiempo, para que
pueda visitar el bosque de Fontaineblau en el que pinta Corot, conversar con el
pintor Antonio Fontanesi, contemplar al escritor Soseki Natsume visitando con
sus alumnos la sexta exposición de pintura del Pacífico en el Museo Nacional de
Tokio, acompañar a Vincent Van Gogh a su modesta habitación alquilada en
Auvers-sur-Oise o hablar con Antoine de Saint-Exupery mientras se evacúan las
pinturas más valiosas del Louvre al comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Y es también un homenaje, por supuesto, al Museo
del Louvre y a la propia ciudad de París. “Los guardianes del Louvre” es una
obra de una belleza que marea. Hay que contemplarla, más que leerla, despacio,
quizás acompañada de los Preludios de Debussy o las Gymnopédies de Satie.
Perderse por sus páginas, por las salas del Louvre, por las calles de París o los
paisajes de Auvers-sur-Oise…, y disfrutar de los colores apacibles de Taniguchi,
de cada una de sus viñetas, siempre tan equilibradas. En este libro, como en
tantos otros de este maestro de la línea clara, parece que no pasa nada y está
pasando todo, probablemente la vida.
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