Me cuesta trabajo discernir si el laberinto es un lugar, un símbolo, un icono o las tres cosas a la vez. En cualquier caso, no cabe duda de que tiene que contener algún elemento mágico para que haya fascinado al ser humano casi desde el inicio de los tiempos. El primero, claro, fue el de Creta. El que ordenó construir el rey Minos a Dédalo. En aquel caso se trataba de una prisión, un lugar apartado y de difícil acceso donde poder mantener apartado al Minotauro, ese ser monstruoso mitad hombre y mitad toro, fruto de los amores de su mujer, Pasífae con un toro. De aquel laberinto, que algunos asociaron con el caótico palacio de Cnosos, proceden todos los demás. Al menos en Occidente.
Aunque existen mil variedades de laberintos, hay una clasificación básica que los separa en dos grupos: los unidireccionales y los multidireccionales. En español o en francés se utiliza la misma palabra para los dos. En inglés, sin embargo, se llama “labyrinths” a los unidireccionales y “mazes” a los multidireccionales. Los primeros suelen estar asociados a lo espiritual y su recorrido representa una alegoría del paso por la vida y sus vicisitudes. En un laberinto unidireccional no te puedes perder porque sólo hay un camino. No son laberintos para perderse sino para encontrarse. Eso sí, para llegar al centro darás muchas vueltas y cuanto más cerca te encuentres más camino te quedará. Cuando parezca que te alejas, estarás a punto de llegar. Son unidireccionales los primeros laberintos clásicos o cretenses y, por supuesto, todos los laberintos que se encuentran dibujados en los suelos de las catedrales góticas. Son buenos ejemplos los de Chartres, Amiens, Reims o Bayeux. Últimamente se venden por ahí los relieves en metal de estos laberintos para que recorriéndolo con el dedo o con un palito se pueda experimentar sin moverse el mismo recorrido simbólico y espiritual de los que visitan estas iglesias. Los llaman laberintos de dedo.
Los laberintos multidireccionales tuvieron su época de esplendor en los siglos XVII y XVIII asociados al desarrollo de la jardinería. Sus variedades son infinitas y sus paredes están casi siempre formadas por setos de boj o algún arbusto parecido. Hubo uno, quizás de los primeros, en el jardín de Chateaux Le Vicomte, el palacio que Fouquet, ministro de Finanzas de Luis XIV, mandó construir a su mayor gloria. Para su desgracia, el mismo rey fue a su fiesta de inauguración y vio tal esplendor que sospechó de la honradez de su ministro hasta el punto de ordenar su detención. Moriría sospechosamente en prisión poco después. Lo siguiente que hizo Luis XIV fue mandar construir un palacio y un jardín todavía mejores en Versalles, un terreno en aquella época bastante insalubre y pantanoso. LeNôtre, su jardinero (paisajista se le llamaría hoy en día), le diseñó dentro del esplendoroso jardín un estupendo laberinto. En realidad este laberinto y casi todos los que se diseñaron en la época sí que estaban pensados para perderse, pero no solo sino junto a alguna compañía galante. El objetivo, en este caso, más que dificultar la salida era impedir que se encontrara a las parejas por allí perdidas.
En España hay dos ejemplos estupendos de este tipo de laberintos galantes, uno en Segovia, en los jardines del palacio de La Granja de San Ildefonso, y otro en Madrid, en los jardines del palacio de los Duques de Osuna, conocido como “El Capricho”. El de La Granja es una copia del que diseñó LeNôtre para el Chateau de Chantilly. Los dos desaparecieron y han tenido que ser reconstruidos siguiendo los planos de la época. El de Versalles, por cierto, ya no existe.
Mi otra gran experiencia con laberintos (aparte de visitar asiduamente el de La granja) fue en la sede de una empresa que estaba compuesta por cuatro edificios unidos entre sí por túneles subterráneos. Dos de los edificios tenían ocho plantas, cuatro de ellas subterráneas; y los otros dos, cuatro plantas de superficie y dos bajo tierra. Muchas de las ventanas estaban clausuradas y las mamparas que separaban los distintos departamentos eran todas opacas e idénticas entre si. No habría hecho falta más que quitar los carteles fosforescentes que indicaban el camino hacia la salida para que las personas que entraban allá por primera vez se hubieran perdido quién sabe si para siempre. Los empleados de aquella empresa recorrían sus pasillos siempre temerosos y vigilantes intentando no tener un mal encuentro con el despótico dueño, que también solía pasearse arriba y abajo. Se trataba del Minotauro, claro.
También existe una “Labyrinth Society”, pero en este caso no me cuenta a mí entre sus miembros.
Si os interesa el asunto, hay dos libros en español sobre laberintos. Son los siguientes:
-El laberinto. Historia y mito. Marcos Méndez Filesi (ALBA). Mi favorito.
-El libro de los laberintos. Paolo Santarcángel. (Siruela). Es más estético que el otro pero más aburrido también.
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