Ahora
que he decidido volver a intentar por tercera vez el ascenso a ese 8.000 de la
literatura universal que es "En busca del tiempo perdido", y además
por la cara más difícil, es decir, en francés (los dos anteriores intentos no
fueron mortales, pero sí acabaron en abandono), me entretengo también
consultando por internet cuál puede ser la frase más larga de las que salieron
de la calenturienta mente de Marcel Proust. Su estilo endiablado a base de
frases interminables que suelen provocar desorientación y desaliento (los
mismos efectos de la niebla en la montaña) hace que su lectura sólo pueda ser
abordada por alpinistas literarios de gran experiencia. Vamos a ver si yo soy
uno de ellos. Para el ascenso he contratado a un afamado sherpa, se llama "Marcel
Proust's search for lost time; a reader's guide to The remembrance of things
past" de Patrick Alexander.
Aquí
tenéis las frases que se disputan el título de más largas de la obra de Proust.
Dos son de "En busca del tiempo perdido" y la tercera de "Contra
Sainte-Beuve". Al parecer no hay una clara vencedora porque depende del
concepto de frase, sobre todo de si consideramos que un punto y coma finaliza
una frase y da comienzo a la siguiente o no.
Por
cierto, al parecer , un buen truco para leer estas híper frases es hacerlo de
la misma manera que nos acercaríamos a un cuadro impresionista, o dicho de otro
modo, sin tratar de seguir exactamente el hilo de la propia frase sino
dejándonos absorber por la forma del conjunto. Ahí lo dejo. En cualquier caso,
tratad de no leerlas en voz alta porque presentan alto riesgo de asfixia y ya sabéis
que en los ocho miles el oxígeno no abunda.
De
"EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO. SODOMA Y GOMORRA"
“Sin
honra, como no sea en precario, sin libertad no siendo provisional, hasta el
descubrimiento del crimen; sin una posición que no sea inestable, como el poeta
agasajado la víspera en todos los salones, aplaudido en todos los teatros de
Londres, expulsado a la mañana siguiente de todos los hoteleros sin poder
encontrar una almohada en donde descansar la cabeza, dando vueltas a la piedra
de molino como Sansón y diciendo como él: “Los dos sexos morirán cada uno por
su lado”; excluidos, inclusive, salvo en los días de gran infortunio, en que la
mayoría se apiña en torno a la víctima, como los judíos en torno a Dreyfus, de
la simpatía a veces de la sociedad de sus semejantes, a quienes dan la
repugnancia de ver lo que son, pintado en un espejo que, al no adularles ya,
acusa todas las lacras que no habían querido observar en sí mismos y les hace
comprender que lo que llamaban su amor (y a lo que, jugando con el vocablo,
hablan anexionado, por sentido social, cuanto la poesía, la pintura, la música,
la caballería, el ascetismo, han podido añadir al amor) dimana, no de un ideal
de belleza que hayan elegido ellos, sino de una enfermedad incurable; como los
judíos, también (salvo algunos que no quieren tratar sino a los de su misma
casta, tienen siempre en los labios las palabras rituales y las bromas
consagradas), huyendo unos de otros, buscando a los que son más opuestos a
ellos, que no quieren nada con ellos, perdonando sus Sofiones, embriagándose
con sus complacencias, pero unidos asimismo a sus semejantes por el ostracismo
que les hiere, por el oprobio en que han caído, habiendo acabado por adquirir,
por obra de una persecución semejante a la de Israel, los caracteres físicos y
morales de una raza, a veces hermosos, espantosos a menudo, encontrando (a
pesar de las burlas con que el que, más mezclado, mejor asimilado a la raza
adversa es relativamente, en apariencia, el menos invertido, abruma al que ha
seguido siéndolo más) un descanso en el trato de sus semejantes, y hasta un
apoyo en su existencia, hasta el punto de que, aun negando que sean una raza
(cuyo nombre es la mayor injuria), los que consiguen ocultar que pertenecen a
ella los desenmascararán gustosos, no tanto por hacerles daño, cosa que no
detestan, como por excusarse, y yendo a buscar, como un médico busca la
apendicitis la inversión hasta en la Historia, hallando un placer en recordar
que Sócrates era uno de ellos, como dicen de Jesús los israelitas, sin pensar
que no había anormales cuando la homosexualidad era la norma, ni anticristianos
antes de Cristo, que sólo el oprobio hace el crimen, puesto que no ha dejado
subsistir sino a aquellos que eran refractarios a toda predicación, a todo
ejemplo, a todo castigo, en virtud de una disposición innata hasta tal punto
especifica que repugna a los otros hombres más (aun cuando pueda ir acompañada
de altas cualidades morales) que ciertos vicios que se contradicen, como el
robo, la crueldad, la mala fe, mejor comprendidos y por ende más disculpados
por el común de los hombres, formando una francmasonería mucho más extensa, más
eficaz y menos sospechada que la de las logias, ya que descansa en una
identidad de gustos, de necesidades, de hábitos, de peligros, de aprendizaje,
de saber, de tráfico, de glosario, y en la que los mismos miembros, que no
desean conocerse, se reconocen inmediatamente por signos naturales o de
convención, involuntarios o deliberados, que indican al mendigo uno de sus
semejantes en el gran señor a quien cierra la portezuela del coche, al padre en
el novio de su hija, al que había querido curarse, confesarse, al que tenía que
defenderse, en el médico, en el sacerdote, en el abogado que ha requerido;
todos ellos obligados a proteger su secreto, pero teniendo su parte en un
secreto de los demás que el resto de la Humanidad no sospecha y que hace que
las novelas de aventuras más inverosímiles les parezcan verdaderas ya que en
esa vida novelesca, anacrónica, el embajador es amigo del presidiario, el
príncipe, con cierta libertad de modales que da la educación aristocrática y
que un pequeño burgués tembloroso no tendría al salir de casa de la duquesa, se
va a tratar con el apache; parte condenada de la colectividad humana, pero
parte importante, de que se sospecha allí donde no está, manifiesta, insolente,
impune, donde no se la adivina; que cuenta con adeptos en todas partes, entre
el pueblo, en el ejército, en el templo, en el presidio, en el trono; que vive,
en fin, a lo menos un gran número de ella, en intimidad acariciadora y
peligrosa con los hombres de la otra raza, provocándolos, jugando con ellos a
hablar de su vicio como si no fuera suyo, juego que hace fácil la ceguera o la
falsedad de los otros, juego que puede prolongarse durante años hasta el día
del escándalo en que esos domadores son devorados; obligados hasta entonces a
ocultar su vida, a apartar sus miradas de donde quisieran detenerse, a
clavarlas en aquellos de que quisieran desviarse, a cambiar el género de muchos
adjetivos en su vocabulario, traba social ligera en comparación de la traba
interior que su vicio, o lo que se llama impropiamente así, les impone no ya
respecto de los demás, sino de sí mismos, y de suerte que a ellos mismos no les
parezca un vicio. Pero algunos, más prácticos, más apresurados, que no tienen
tiempo de regatear y de renunciar a la simplificación de la vida y a ése ganar
tiempo que puede resultar de la cooperación, se han formado dos sociedades, la
segunda de las cuales se compone exclusivamente de seres análogos a ellos.”
De
"EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO. LA PRISIONERA"
Sofá surgido del sueño entre los sillones nuevos y
muy reales, unas sillas pequeñas tapizadas de seda rosa, tapete brochado a
juego elevado a la dignidad de persona desde el momento en que, como una
persona, tenía un pasado, una memoria, conservando en la sombra fría del salón
del Quai Conti el halo de los rayos de sol que entraban por las ventanas de la
Rue Motalivet (a la hora que él conocía tan bien como la propia madame
Verdurin) y por las encristaldas puertas de La Raspèhere, adonde la habían
llevado y desde donde miraba todo el día, más allá del florido jardín, el
profundo valle de la mientras llegaba la hora de que Cottard y el violinista
jugaran su partida; ramo de violetas y de pensamientos al pastel, regalo de un
gran amigo va muerto, único fragmento superviviente de una vida desaparecida
sin dejar huella, resumen de un gran talento y de una larga amistad, recuerdo
de su mirada atenta y dulce, de su bella mano llena y triste cuando pintaba; un
arsenal bonito, desorden de los regalos de los fieles que siguió por doquier a
la dueña de la casa y que acabó por adquirir la marca y la fijeza de un rasgo
de carácter, de una línea del destino; profusión de ramos de flores, de cajas
de bombones que, aquí como allí, sistematizada su expansión con arreglo a un modo
de floración idéntico: curiosa interpolación de los objetos singulares y
superfluos que aún parece salir de la caja en la que fueron ofrecidos y que
siguen siendo toda la vida lo que en su origen fueron, regalos de Año Nuevo, en
fin, todos esos objetos que no sabríamos diferenciar de los demás, pero que
para Brichot, veterano de las fiestas de los Verdurin, tenían esa pátina, ese
aterciopelado de las cosas a las que añade su doble espiritual, dándoles así
una especie de profundidad; todo esto, disperso, hacía cantar para él, como
teclas sonoras que despertaran en su corazón semejanzas amadas, reminiscencias
confusas y que en el salón mismo, muy actual, donde ponían su toque acá y allá,
definían, delimitaban muebles y tapices, como lo hace en un día claro un
cuadrado de sol seccionando la atmósfera, los tapices y de un cojín a un
jarrón, de un taburete al rastro de un perfume, perseguían con un modo de
iluminación en el que predominaban los colores, esculpían, evocaban,
espiritualizaban, daban vida a una forma que era como la figura ideal,
inmanente en sus viviendas sucesivas, del salón de los Verdurin.
De "CONTRA SAINTE-BEUVE"
Raza
maldita ya que lo que es para ella el ideal de la belleza y el alimento del
deseo es también el objeto de la vergüenza y el temor al castigo, y obligada a
vivir hasta en los banquillos del tribunal a los que llega como acusada y
delante de Cristo en la mentira y el perjurio, porque su deseo sería de alguna
manera, si supiera comprenderlo, inadmisible, dado que amando sólo al hombre
que no tiene nada de mujer, al hombre que no es “homosexual”, no es ese quien
pueda saciar un deseo que tal raza no debía poder experimentar por él más que
él por ella si el deseo de amor no fuera un gran mentiroso y no prestara a la
más infame “tía” la apariencia de un hombre, de un auténtico hombre como los
demás, que milagrosamente sería presa de amor o de condescendencia para con
ella, raza obligada como los criminales a ocultar su secreto a quienes más ama,
temiendo el dolor de su familia, el desprecio de sus amigos, el castigo de las
leyes de su país; raza maldita, perseguida como Israel y como ese pueblo
terminando, en el oprobio común de una abyección inmerecida, por adquirir unos
caracteres comunes, la apariencia de una raza, al llegar a tener todos sus
miembros ciertos rasgos físicos que a menudo repugnan aunque a veces sean
bellos, unos corazones de mujer amorosos y delicados, pero también una
naturaleza femenina sospechosa y perversa, coqueta y chismosa, facilidad de
mujer para brillar en todo, incapacidad de mujer para sobresalir en nada;
excluidos de la familia, con quien no pueden manifestarse en entera confianza,
de la patria a cuyos ojos son criminales clandestinos, de sus propios
semejantes, a quienes inspiran el desagrado de reconocerse, la advertencia de que
lo que creían un amor natural es una locura enfermiza y también esa femineidad
que les repugna, corazones amantes sin embargo, excluidos de la amistad porque
sus amigos podrían sospechar que no es amistad pura lo que se experimenta por
ellos pero tampoco comprendidos si confesaran que lo que sienten es otra cosa,
objeto ora de un desconocimiento ciego que no los ama más que ignorándolos, ora
de una repugnancia que los incrimina en lo que tienen de más limpio, ora de una
curiosidad que intenta explicarlos y los comprende al revés, elaborando
respecto a ellos una psicología de soldado de infantería que, incluso
creyéndose imparcial es tendenciosa y admite a priori, como esos jueces para
quienes un judío es por naturaleza traidor, que un homosexual es fácilmente un
asesino; como Israel buscando lo que no son y lo que nunca será suyo, pero
experimentando los unos por los otros, por encima de las aparentes
maledicencias, rivalidades y desprecios del menos homosexual por el más
homosexual, como el más desjudaizado por el judío, una solidaridad profunda, en
una especie de franc-masonería que es más vasta que la de los judíos porque lo
que de ella se conoce es nada y sin embargo se extiende hasta el infinito más
poderosa, por otra parte, que la verdadera franc-masonería porque se asienta
sobre una conformidad de naturaleza, una identidad de gustos, de necesidades,
por decirlo así de reconocimiento y de comercio, con el granuja que le abre la
portezuela del coche, o más dolorosamente a veces con el prometido de la propia
hija y a veces, amarga ironía, con el médico que pretende que lo cure de su
vicio, con el hombre de mundo que lo veta en el círculo, con el cura que lo
confiesa, con el magistrado civil o militar encargado de interrogarlo, con el
soberano que lo hace perseguir, y argumentando estúpida y continuamente con una
satisfacción constante (o irritante) que Catón era homosexual igual que los
judíos argumentan que Jesucristo era judío , sin comprender que no había
homosexuales en la época en que la costumbre y el buen tono eran convivir con
un hombre joven igual que hoy lo es mantener a una bailarina, en la que
Sócrates, el hombre más moral que hubo jamás, hizo bromas escabrosas sobre dos
jovencitos sentados juntos, bromas completamente naturales como se hacen a un
primo y una prima que parecen estar mutuamente enamorados y que son más
reveladoras de un estado social que de teorías que podrían ser sólo personales,
igual que no había judíos antes de la crucifixión de Jesucristo, hasta el punto
de que, por original que resulte, el pecado tiene su origen histórico en una
disconformidad posterior al concepto; pero probando entonces por su resistencia
a la predicación, al ejemplo, al desprecio, a los castigos de la ley, una
disposición que el resto de los hombres saben tan fuerte y tan innata que les
repugna más que los crímenes que necesitan una lesión de la moralidad, porque
los crímenes pueden ser ocasionales y cualquiera puede comprender el acto de un
ladrón o un asesino pero no de un homosexual; parte, así pues, repudiada de la
humanidad, pero, sin embargo, miembro esencial, invisible, innumerable de la
familia humana, sospechado donde no está, expuesto, insolente, impune donde no
se lo conoce, en todas partes, en el pueblo, en el ejército, en el templo; en
el teatro, en presidio, sobre el trono, desgarrándose pero sosteniéndose, no
queriendo conocerse, pero reconociéndose y adivinando un semejante del que
sobre todo no quiere confesarse a sí mismo – menos aún que lo sepan los demás –
que sea su igual, viviendo en la intimidad de aquellos a quienes la vista de su
crimen, si un escándalo se produjera, volvería, como la vista de la sangre,
feroces como las fieras, pero como el domador, al verlos pacíficos en la
sociedad, jugando con ellos, hablando de homosexualidad, provocando sus
gruñidos, porque nunca se habla tanto de homosexualidad como delante de un
homosexual, hasta el día infalible en que, tarde o temprano, será devorado,
igual que el poeta recibido en todos los salones de Londres, perseguidos él y
sus obras, sin que se le pudiera encontrar un lecho donde dormir ni un teatro
donde representarlas, y después de la expiación y la muerte, ya con una estatua
erigida sobre la tumba, obligado a travestir sus sentimientos, a cambiar todas
sus palabras, a cambiar al femenino sus frases, a dar conscientemente excusas a
sus amigos, a la cólera de ellos, más embarazado por la necesidad interior y el
orden imperioso de de no creerse presa de un vicio que por la necesidad social
de no dejar ver sus gustos; raza que pone su orgullo en no ser una raza, en no
ser diferente del resto de la humanidad para que su deseo no se le represente
como una enfermedad, su realización misma como una imposibilidad, sus placeres
como una ilusión, sus características como una tara hasta el punto que estas
páginas, las primeras, puedo decirlo, desde que hay hombres y que estos
escriben, que se le hayan consagrado en espíritu de justicia por sus méritos
morales e intelectuales, que no están como se dice afeados en ella, de piedad
por su infortunio innato y por sus desdichas injustas, serán las que ella
escuche con más cólera y que leerá con el sentimiento de mayor pena, porque si
en el fondo de todos los judíos hay un antisemita al que se halaga más si se le
considera un cristiano aunque se le encuentren todos sus defectos, en el fondo
de todo homosexual hay un antihomosexual a quien no se puede infligir mayor
insulto que reconocerle los talentos, las virtudes, la inteligencia, el
corazón, y en suma, como a cualquier carácter humano el derecho al amor bajo la
forma que la naturaleza nos haya permitido concebirlo, aunque, para decir
verdad se está obligado a confesar que esta forma es rara, que estos hombres no
son iguales a los demás.
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