Antiguamente (traducido a nuestra escala de tiempo actual, hace no más de quince años) cuando alguien como yo (o sea, un tipo normal y corriente) se encaprichaba de un libro descatalogado, solía visitar las denominadas librerías de viejo. Si vivía en una ciudad grande, quizás podía llegar a recorrer hasta veinte o treinta como mucho, todo dependía del tiempo, el capricho, la energía o la paciencia del explorador. Si era un libro del país, probablemente acabara por encontrarlo, o a lo mejor no. Si se trataba de alguna edición extranjera las posibilidades se reducían casi a cero.
La búsqueda era muy romántica, casi una “quest” medieval a la altura de la del Santo Grial. Y el placer de encontrar el libro en cuestión se situaba, por supuesto, al mismo nivel.
Hoy en día, la nueva revolución industrial que ha supuesto Internet ha cambiado este asunto con la misma radicalidad con la que ha transformado al resto de la sociedad. En mi caso, cuando no encuentro el libro que quiero en la calle, algo cada día más frecuente en nuestras tristes librerías de fondo repletas de novedades, lo busco en alguna librería on-line de libros nuevos. Si no tengo éxito, recurro a Ebay (porque casi siempre se incluyen fotos del ejemplar). Si sigue sin aparecer el maldito libro, entro en las librerías virtuales de viejo tipo Abebooks o su versión española, Iberlibro. Ahora mismo sólo puedo recordar un título del que me haya encaprichado y que al final no haya podido encontrar en alguno de estos sitios. Otra cosa distinta es que, una vez encontrado el libro, el precio lo haya hecho asequible, claro.
Vale, no es romántico, no tiene ni la mitad de gracia que la antigua “quest” medieval y además pierdes el placer de la adquisición inmediata porque debes esperar al correo. Pero, a cambio, es tan cómodo, tan accesible y tan democrático que merece la pena. A fin de cuentas, toda esa inmensa librería universal está al alcance de un pelagatos como yo. Mientras que en el Antiguo Régimen Librero, ni siquiera los grandes burgueses ilustrados y los nobles, con su posibilidad económica de viajar al extranjero, podían alcanzar la actual capacidad de localización de libros que yo, pobre de mí, tengo hoy desde mi ordenador.
Y lo mejor de todo, los libreros tradicionales no pierden. Al contrario, expanden sus negocios ad infinitum porque estas librerías virtuales no son sino portales que aglutinan miles de esas pequeñas librerías que casi siempre mantienen su local a la calle. Yo he comprado libros a través de Abebooks o Iberlibro en librerías (de España y de todo el mundo) que probablemente nunca me habrían tenido como visitante real. A veces, junto con el libro, me regalan puntos de lectura que guardo con cariño porque allí viene escrita la calle donde se encuentran, la de verdad, en su ciudad de verdad.
Otra cosa distinta (y compatible) es que, al pasar por delante de una librería de viejo, no pueda resistir la tentación de entrar en ella pero, ya no será para buscar nada sino todo lo contrario, para encontrar justo ese libro que no estaba buscando.
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