Para Y en su cumpleaños.
Se puede nacer y morir el mismo día, al menos para los demás. Sucede cuando conocemos a alguien en la noticia de su muerte. Yo conocí así a Eugénio de Andrade el 14 de junio de 2005, mientras esperaba algo inquieto que el avión despegara de una vez. Más o menos en ese momento odioso en el que el comandante dice “atención, tripulación a bordo, preparados para despegue inmediato”. Pasé entonces la página del periódico y leí “Muere Eugénio de Andrade, poeta de la luz”. Así supe a la vez que Eugénio de Andrade existía y que había dejado de hacerlo. Y fue una suerte.
No soy buen lector de poesía, suelo leer algo, poco, y muy de vez en cuando. Generalmente de poetas que suelen gustar a los malos lectores de poesía como yo (Pessoa, César Vallejo, Gil de Biedma, Ángel González,…). En otro momento, la noticia quizás no me hubiera llamado la atención pero, aquella mañana, con los motores rugiendo cada vez con más fuerza, me encontraba algo fastidiado porque parece que uno siempre cae sobre noticias de muertes y catástrofes cuando su avión está a punto de despegar. Así que, para no eludir mi destino, me dediqué en cuerpo y alma a la lectura de la necrológica. Lo primero que me sorprendió fue que nunca hubiera oído hablar de alguien al que José Saramago o Lobo Antunes consideraban uno de los mayores poetas portugueses de todos los tiempos. Una prueba más, me dije, de la soberbia absurda con la que, desde España, solemos ignorar a nuestros vecinos de Portugal. O quizás una prueba más de todo lo que a mí concretamente me quedaba (y me queda) por aprender, al margen de la nacionalidad.
Por fin, después de leer en cinco o diez minutos los 82 años de la vida de Eugénio de Andrade, caí sobre los dos poemas que la ilustraban. Sólo puedo deciros que, entonces comprendí por qué, los que le conocían, los que lo habían leído, le llamaban el poeta de la luz. También podrían haberle llamado el poeta sencillo, de la Naturaleza, del paisaje, de las estaciones, del detalle, de las cosas pequeñas, de los objetos modestos, del cuerpo, de las sensaciones, del sur. Yo a partir de aquel día lo he considerado uno de mis poetas favoritos y punto.
Aquel vuelo me llevaba unos días fuera de España así que tuve que esperar más de lo que hubiera querido hasta que pude comprarme alguno de sus libros. Desde entonces no he dejado de leerlo.
Para los que, como me pasó a mí el 14 de junio de 2005, Eugénio de Andrade todavía no ha nacido, os incluyo a continuación los dos poemas que me deslumbraron y otros tres más. Espero que para alguien también sea una suerte haber leído esta entrada (y sin el mal rato del despegue además).
MELANCOLÍA
El sol apenas entra en casa –escribo
sobre la huidiza
luz de arena,
luz que no encuentra morada.
Todo me duele en este día
en que los muertos dejan a la puerta
de los vivos
la corrosiva melancolía.
No sé quién ni en qué lugar,
pero alguien se me debe de haber muerto.
He sentido esta muerte en un escalofrío de la tarde.
Algún amigo, uno de los muchos
que no conozco y sólo la poesía
mantiene. Quizá la muerte fuera
otra: un pequeño reptil
al sol súbito y caliente de marzo
aplastado por un golpe certero;
un perro atropellado por un bruto
que, al volante, se cree un dios
de arrabal con éxito seguro
entre las tres o cuatro putas de turno.
Quizá la de una estrella, porque también
ellas mueren, también ellas mueren.
El cuerpo nunca es triste;
el cuerpo es el lugar
más cercano donde la luz canta.
Es en el alma donde la muerte hace la casa.
No se aprende gran cosa con la edad.
Acaso a ser más sencillo,
a escribir con menos adjetivos.
Me detengo a escuchar un ruido.
Puede ser el preludio tímido aún
del canto de un pájaro, una gota
de agua en el grifo mal cerrado,
el anuncio del tan amado
aroma de las primeras lilas.
Sea lo que sea, es lo que me retiene
aquí, me sostiene, me impide ser
cualquier vibración de la cal,
simple acorde solar, un nudo
de luz negra a punto de estallar.
LUGAR DEL SOL
Hay un lugar en la mesa donde la luz
abdicó de su oficio.
Ya fue del sol
y del trigo ese lugar –ahora
por más que escuches, no volverás
a oír la voz de quien,
hace muchos años, era la delicadeza
de la tierra diciendo: “No manches
el mantel”; “¿No te comes la manzana?”.
Tampoco ya hay quien se asome
a la ventana para sentir
el cuerpo atravesado por la mañana.
Acaso sólo uno u otro verso
logre unir en su ritmo
luz, voz, manzana.
(La traducción es de Ángel Campos Pámpano)
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